Una tarea aburrida, pero urgente

El Estado se achicó vendiendo activos, pero se quedó pequeño al no tener gente para operarlo.
¡Salimos de la primera vuelta! Viene ahora la fase simple y sucia, donde apenas dos cosas importan: desacreditar al contrincante y llevar más electores a las urnas, por las buenas o por las malas. Los estrategas de campaña y los medios nos mantendrán lamentablemente al tanto del progreso en ese grosero deporte.

A la vez, comienzan a ser más importantes algunas tareas que ni a leguas son materia de campaña, pero que serán fundamentales en los cuatro años de gobierno. Son cosas que deben suceder en el primer año, sin han de suceder. Son cosas esenciales para el nuevo mandatario, si quiere gobernar con éxito, y esenciales para usted y para mí, si queremos servicios públicos menos que pésimos.

Una de estas tareas poco vistosas es la reforma del servicio civil. Aunque se concreta en la Ley de Servicio Civil, esta es apenas la codificación de una visión más amplia sobre lo que significa ser empleado público. Aunque algunos han pedido ya una reforma amplia del Estado, en un contexto político tan fragmentado como el actual y con una deslegitimación tan amplia de lo público entre la ciudadanía, ese es un camino muy difícil. Una reforma menos ambiciosa podría enfocarse en el consenso por el servicio civil y conseguir mucho de lo mismo.

El tema no es simplemente de escalafones y años para retirarse. La pregunta a resolver es más bien acerca de quiénes son administradores públicos y cómo desempeñan su función. De forma perversa, Álvaro Arzú reconoció esto cuando fue presidente. Más allá de su programa de privatización, que sirvió para generar dinero (público y privado, valga decir), la clave estuvo en la reducción de personal, en la “gerencialización” del funcionariado alto y en la ampliación de la contratación de servicios de consultoría, ya de forma directa o con apoyo de la cooperación internacional.[1] Mientras la privatización dio el timonazo al quehacer del Estado, fueron estos procesos de reforma solapada del servicio civil que hicieron permanente el cambio de dirección: el Estado se achicó vendiendo activos, pero se quedó pequeño al no tener gente para operarlo.

Enfrentaremos entonces (léase, enfrentará el nuevo presidente), la necesidad de determinar qué tipo de servicio público se quiere. La pregunta no es el distractor “Estado grande versus Estado chico”. Con la baja disponibilidad de recursos, esa pregunta ya ha sido contestada por los hechos, al menos para el futuro previsible. Más bien el reto es el de la capacidad. Contra los prejuicios tan difundidos, hay que reconocer que en la administración pública hay extraordinarios profesionales de carrera. Con los precarios recursos que les dejan la tacañería fiscal y la corrupción, hacen milagros para operar sistemas de educación, salud, energía, carreteras, financiamiento, información, distribución y servicios que por su escala y en esa escasez tendrían de rodillas a muchos gerentes de empresa privada. El reto más bien es de promedios y extremos: mejorar la calidad de todos los empleados públicos, y reducir la diferencia entre los peores y los mejores, de forma que en promedio toda la administración pública sea más competente.

Esa mejora exige muchas cosas, pero hay algunas obvias. Así se trate de una administración pública compacta o de una más amplia, igual urge enseñar a los jóvenes que el servicio público es precisamente eso: servicio. Hablemos del empleo público como un honor y una oportunidad para un profesional joven, no como un “peor es nada” para fracasados; y reconozcamos como valor cuando el currículum de una persona incluya el servicio público. Además, necesitamos formar funcionarios de carrera. Gerencia pública no es igual a gerencia privada. Desde que el mismo Arzú evisceró al Instituto Nacional de Administración Pública (Inap), ni sus sucesores ni las universidades del país han podido producir profesionales con conocimiento y visión de sector público en el número y calidad necesarios. Los bajos salarios quedan, por supuesto, como un reto. Pero créame, puede más el reconocimiento y la oportunidad de hacer algo bueno, que un gran salario, para atraer y retener a la mejor gente joven.

Todo esto, lamentablemente, choca con el incentivo maldito que tienen los partidos para colocar a rajatabla a sus cuadros en los puestos públicos: con primos como maestros, cuñados como jefes de área de salud y activistas como promotores rurales se puede repartir botín y capturar mordidas. Pero no se puede hacer gobierno. Siempre importa la persuasión política, pues no es lo mismo un gobierno conservador que uno socialista. Pero en Guatemala hace rato que los partidos enterraron la ideología, y con un funcionariado competente sufrimos menos los ciudadanos.

Hoy los guatemaltecos vemos ante nosotros dos candidatos bastante menos que ideales. No sé qué pensará el segundo, pero del puntero puedo aventurar que no hace falta explicarle el valor del funcionariado de carrera. Un ejército de primos, cuñados y activistas no llegaría muy lejos en la batalla. A ver si este por experiencia, o el otro por copia, reconocen la necesidad de contar con empleados públicos de carrera, y hacen algo al respecto, y durante su primer año de gobierno. Por supuesto, un ejército disciplinado puede robar todo junto, pero crucemos ese puente cuando lleguemos a él.

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[1] En apego a la verdad, debo señalar que algo del mejor trabajo de consultoría que tuve oportunidad de hacer se dio gracias a la ola que generaron esas decisiones. Muestra de primera mano, para quienes tratan de decirnos lo contrario, que el Estado es un agente empoderador del sector privado, no su enemigo.

Original en Plaza Pública

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