Tag: sociedad

  • Madurar como sociedad política

    Mientras los individuos debemos resignarnos cada día a una cuota menor de tiempo para enderezar, para las colectividades el futuro siempre está abierto.

    A veces cuesta creer que haya progreso en estas tierras. Leer los diarios, con su persistente cuenta de muerte, pobreza, privilegio y defraudación, hace fácil pensar que vivimos en una noria, dando vueltas sin cesar, siempre sobre los mismos problemas.

    Sin embargo, en los últimos 30 años vimos al Estado dejar de ser el enemigo monstruoso del ciudadano que era en los años 1980. Muchos más niños van a la escuela primaria, aunque la escuela siga siendo mala. Muy lentamente se va cerrando el cerco a la evasión y a los privilegios fiscales. El silencio atemorizado ha sido sustituido por una persistente cacofonía de opiniones. Seguimos con muchos y enormes problemas, con amenazas claras de retroceso, pero no cabe duda de que hoy somos muy distintos de como éramos hace apenas unas décadas.

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  • Ganar no es igual que tener razón

    No todos los triunfos son iguales. Hay victorias que son más fáciles porque su causa es ella misma más fácil: destruir es más fácil que construir.

    El 2016 termina mal para quienes nos pensamos progresistas. Termina con la tentación de la desesperanza.

    Gana Trump en los Estados Unidos y desata el triunfalismo racista. El brexit en Inglaterra afianza el más estrecho insularismo británico. Más cerca de casa y en modesta escala, las malas personas y sus malas costumbres se arraigan en el Congreso y ahogan la reforma judicial.

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  • Jóvenes indígenas y Estado en Guatemala

    Ante la agresión centenaria se escoge el encierro propio. Pero es una estrategia perdedora.

    Llenamos entre todos las páginas de opinión con enfrentamientos acerca del papel del Estado. Los libertarios lo quieren ínfimo. Los conservadores, dando garantías mínimas comerciales y morales. Los progresistas quisieran su inversión más activa en la sociedad. Y los socialistas, que controle con mano firme la economía.

    Pero el qué y el cómo del Estado son apenas la mitad de la historia. Lo que muchos omiten —al menos en estas tierras— es el quién del Estado. ¿Para quién es? ¿De quién es Guatemala?

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  • ¿Acordar lo que queremos o reconocer lo que somos?

    Ante el dilema entre la incertidumbre que provoca el afán de desarrollo y la seguridad que implica mantener la pobreza conocida, se apuesta por seguir igual.

    La semana pasada, María del Carmen Aceña subrayó en Contrapoder la necesidad de «llegar a un consenso y hacer un nuevo acuerdo fiscal» que concrete la voluntad de desarrollo. Sobre todo, que haga realidad los acuerdos de paz incumplidos en 20 años.

    Su columna es un resumen de puntos urgentes. Cosas como focalizar y priorizar el gasto público en los pobres, evaluar los gastos realizados —incluyendo pactos colectivos, jubilaciones y programas inefectivos—, incrementar la inversión per cápita en educación y salud, aumentar la carga tributaria, supervisar los proyectos, mejorar la contraloría pública y atender la deuda pública, especialmente la deuda municipal.

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  • Sociedad, ciudadanía y cambio

    Vivimos en sociedad. Decir que nos construimos solos a nosotros mismos es vender quimeras.

    A la vez, no somos simples reflejos de la sociedad, como quien ve el sol entero en un fragmento de espejo. Somos sujetos, con una identidad que se construye aquí, ahora, en nosotros mismos. En parte, nos forma el contexto más amplio —nuestra sociedad—. En parte, los hechos de nuestra biografía particular. Además, somos agentes: queremos, creemos y actuamos. Y así hacemos realidad la sociedad en nuestra práctica cotidiana.

    Reconozcamos que individuos y sociedad se vinculan, pero solo indirectamente y de forma sutil. De lo contrario nos engañaremos pensando que para el cambio social basta el cambio individual. Y al revés también: que si cambian cosas en la sociedad pronto las sentiremos también en lo individual.

    Nunca ha sido tan importante entender esto como hoy. Hace un año, multitudes en la plaza central demandaban la renuncia del presidente y de la vicepresidenta. La semana pasada el juez encontró suficiente evidencia para juzgarlos —junto con otros 51 empresarios, funcionarios y políticos— por corruptos, corruptores y ladrones.

    A la vez, hemos visto al fin en libertad a un grupo de líderes comunitarios, presos injustamente por defender los bienes naturales comunes. Pero también vimos abatido en la cárcel a un capo militar y criminal, muerto por los de su propia calaña.

    Esos hechos definen los bordes de nuestra sociedad, desde la justicia hasta la violencia. Viendo lo malo es fácil darse por vencido. Y viendo lo bueno es tentador ceder al facilón vamos al cambio que venden algunos. Sin embargo, es en las vidas individuales, en la vida propia, donde el asunto se concreta. Los hechos nacionales, esos que ocupan los titulares, también son vividos por personas en lo individual. Son vidas forzadas por mal o por bien a ser ejemplares públicos de las aristas de la sociedad, como Roxana Baldetti, Jack Irving Cohen o Francisco Juan Pedro. Ya tendrá cada uno que sacar cuentas de lo hecho y no hecho, de lo sufrido. Pero en los titulares son emblemas de los problemas y de las soluciones más que representantes de nuestra particularidad.

    Así, no queda sino volver el espejo hacia nosotros mismos y preguntar cuánto ha cambiado nuestra vida, concretamente desde abril de 2015. ¿Qué cosas nos pasan distintas desde que Baldetti guarda cárcel? ¿Qué cosas vivimos distintas, quizá mejores, desde que Thelma Aldana e Iván Velásquez la emprendieron con firmeza, insistencia y cuidado contra la gente más pícara del país? Sospecho que para la mayoría la respuesta es poco, muy poco.

    Si tengo razón, debemos preocuparnos. Solo en el vaivén entre sociedad e individuos se hará sostenible el cambio. Solo será persistente cuando caminen juntos los cambios en las estructuras —como leyes, justicia, servicios, presupuestos— y los cambios que viven las personas —como bienestar, valores, solidaridad—.

    Así, para juzgar el mérito de un Iván Velásquez basta ver al corrupto en prisión: el comisionado se habrá desempeñado bien como individuo. Pero, para juzgar el mérito de la reforma de la justicia, todos, en lo particular, tendremos que sentirla más justa. Para juzgar el mérito individual de Jimmy Morales, quizá alcance ver el nombramiento de una ministra experta y comprometida. Pero para juzgar el mérito del rescate de la salud tendrá que haber recursos suficientes y servicios para tocar a cada persona, a mucha gente, a toda la gente.

    Lo más importante es que, a la vez que buscamos el impacto del cambio social en nosotros, igualmente debemos interrogarnos sobre nuestra parte —la que tenemos como individuos— de cara al cambio social. Para juzgar nuestro mérito ciudadano no basta contarnos como partículas de una multitud que se paró en la plaza central. Para juzgar nuestro mérito debemos preguntarnos qué ha cambiado concretamente en nuestra vida, cómo han cambiado nuestras conductas, actitudes y prioridades desde que todo esto empezó. Debemos preguntarnos si vamos camino de pagar más impuestos este año que el anterior, aunque sea a base de pedir escrupulosamente factura en cada compra. Debemos contabilizar si hoy apoyamos, más que hace un par de años —con dinero, tiempo y trabajo—, las causas políticas en las que decimos creer. Debemos reflexionar si hemos desterrado al fin de nuestro lenguaje el racismo que hasta aquí nos hizo chapines. En fin, debemos preguntar si somos otros, aunque nos cueste, o si, mientras exigimos cambio, seguimos siendo los mismos de antes: apocados, discriminadores, evasores de poca monta, solo que ahora creyéndonos parte del cambio.

    Original en Plaza Pública

  • Dinámica de sistemas

    Los sujetos intentan mover la cosa en su dirección y, sí, pasan cosas que satisfacen a algunos. Pero solo tras el hecho logramos afirmar: «Ya vieron. Pasó lo que quisimos».

    Nos desagrada la falta de control. Tanto en la práctica como en las ideas queremos realizar nuestra voluntad.

    En asuntos públicos, la ilusión del control tiene una augusta historia. El derecho divino de reyes justifica que algunos tengan en la mano las riendas del Gobierno. El Leviatán describe los mecanismos del control. El príncipe prescribe su buen ejercicio. La democracia promete a cada uno control sobre lo suyo.

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  • Testarudos

    Mientras algunos se atrincheran en negar al resto de la sociedad aquello de lo que ya gozan ellos mismos, otros nos atrincheramos en exigir que a cada uno se le respete.

    No deja de causarme una perversa admiración la insistencia de algunos en rechazar la reivindicación de los derechos, la identidad, el idioma y los sueños de otros.

    Cada vez que surgen temas de cambio —como la necesidad de la educación bilingüe intercultural, la conveniencia de la diversidad religiosa o, más aún, la posibilidad de que ninguna religión tenga más sentido y autoridad que cualquier otro mito antiguo— saltan de inmediato los adalides de la tradición, los defensores de lo que se ha hecho siempre. Parecieran tener una energía inacabable para resistir el cambio, para denunciar a quienes sugieren que es hora de transformarnos. ¿De dónde les nace tanta perseverancia, tal capacidad para insistir, la imposibilidad de dar cabida al punto de vista opuesto? Ni la evidencia más sólida ni los argumentos ordenados en silogismos impecables logran penetrar su coraza.

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  • Libros, alma

    Desde Mi osito Teddy hasta los cuentos de Carver, desde los tratados de filosofía hasta los cómics, los libros recorren los más profundos recovecos de nuestro ser y constituyen prueba fehaciente de nuestra humanidad.

    Mi osito Teddy

    Era un librito delgado, de letras grandes y dibujos cursis. Describía la cotidianidad de un niño pequeño y de su oso de peluche. Mi madre aseguraba que con él aprendí a leer solo. Tantas veces insistí en que me lo leyera que al fin lo memoricé. Luego, descifrar las palabras no fue sino ver dónde estaban los espacios.

    Ina und Udo

    Soy hijo de una pareja de músicos. Apreciaban la cultura antes que el dinero. No era difícil, pues entre dobles empleos y clases particulares la plata no sobraba. Tampoco ayudaría al presupuesto el que, fieles a su clase media, nos pusieran a mi hermano y a mí en un colegio bilingüe de élite, donde el alemán era materia obligada.

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  • No temas

    «El peligro es enteramente distinto del temor» y la forma de dominar el miedo es acostumbrándose a sus causas.

    Te criaron con miedo. Miedo al otro, miedo al comunista. Miedo al ateo, miedo incluso a la religión ajena. Miedo al futuro incierto, miedo a los impuestos, miedo a la gente distinta de ti.

    Cuando naciste, tu miedo ya estaba instalado. Como especie, porque desde la antiquísima África aprendimos a qué temer: a la víbora y a la araña, que con su veneno mataban; a la gente desconocida, que al no ser pariente podía quitarnos hogar, presas y parejas. Como clase, a esos miedos arcaicos tus abuelos y bisabuelos precavidos agregaron el temor a la gente que despojaron, el temor al indio que podía alzarse machete en mano. Y para buen resguardo lo sellaron todo con el silencio, con el temor al diálogo.

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  • Una carrera justa

    ¿Por qué hablar de dignidad cuando lo urgente son nuevos gobiernos y protestas en el parque?

    Vista desde el resultado, una carrera no es justa, afirma Ronald Dworkin. Al final, solo uno de todos los corredores podrá obtener el oro.

    Más aún, toda carrera está amañada: desde su diseño existe para premiar a un solo ganador. ¿Habrá que pedir que en las carreras haya medallas para todos? Por supuesto que no, responde Dworkin. Este ejercicio nos enseña que la justicia y la igualdad tienen poco que ver con el punto de llegada, con la meta. La justicia tiene todo que ver con el punto de partida, con las condiciones del trayecto.

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