Tag: política

  • América nunca fue grande

    El problema, claro está, es que los Estados no son hogares, sino instrumentos prácticos, máquinas que hacen cosas para los poderosos.

    La Navidad trae de todo. Entre otras cosas, esta me dejó razón para la primera columna del año.

    Empezó con una foto en Prensa Libre: una manifestante promigrantes en los Estados Unidos levanta un cartel que dice: «America Was Never Great» (América nunca fue grande). En Twitter, un conocido de Internet, analista político y comentarista público en Guatemala reacciona: «La primera que deben deportar es la ingrata con el rótulo que dice “America Was Never Great”». Dio para armar un tuit-debate.

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  • Ganar no es igual que tener razón

    No todos los triunfos son iguales. Hay victorias que son más fáciles porque su causa es ella misma más fácil: destruir es más fácil que construir.

    El 2016 termina mal para quienes nos pensamos progresistas. Termina con la tentación de la desesperanza.

    Gana Trump en los Estados Unidos y desata el triunfalismo racista. El brexit en Inglaterra afianza el más estrecho insularismo británico. Más cerca de casa y en modesta escala, las malas personas y sus malas costumbres se arraigan en el Congreso y ahogan la reforma judicial.

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  • Jóvenes indígenas y Estado en Guatemala

    Ante la agresión centenaria se escoge el encierro propio. Pero es una estrategia perdedora.

    Llenamos entre todos las páginas de opinión con enfrentamientos acerca del papel del Estado. Los libertarios lo quieren ínfimo. Los conservadores, dando garantías mínimas comerciales y morales. Los progresistas quisieran su inversión más activa en la sociedad. Y los socialistas, que controle con mano firme la economía.

    Pero el qué y el cómo del Estado son apenas la mitad de la historia. Lo que muchos omiten —al menos en estas tierras— es el quién del Estado. ¿Para quién es? ¿De quién es Guatemala?

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  • El voto hideputa

    Para un grupo considerable y concreto de personas, el racismo, el sexismo, la xenofobia, el insularismo, la antirracionalidad y el antiecologismo del candidato no pesaron en contra de su elección.

    Imposible callar ante las elecciones en los Estados Unidos. El hecho es suficientemente excepcional y sus consecuencias suficientemente extensas como para que hasta el más lego necesite reconocer las implicaciones.

    Usted y yo tenemos una ventaja. A diferencia del politólogo profesional, los ciudadanos de la calle no necesitamos justificar lo dicho antes de las elecciones ahora que Trump ya ganó, pues no nos jugamos el prestigio profesional. Alcanza con describir lo visto, que ya es bastante.

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  • La migración como problema

    Mientras los más pobres resultan migrantes a secas, los migrantes más ricos nos hacemos llamar expatriados.

    Me dejó pensando la funcionaria estadounidense. Hablando en Guatemala a unos representantes de organizaciones de desarrollo, repetía una y otra vez: el problema de la migración es hoy motivo importante para la cooperación de su país con las organizaciones de desarrollo.

    Como excusa para colaborar es impecable. Además, es la política exterior estadounidense del momento, que al fin es lo que paga el sueldo de la funcionaria. Lamentablemente, como premisa para actuar, no digamos ya para conseguir resultados, es un error: el problema no es la migración.

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  • Con cascaritas de huevo huero

    Por si no lo ha entendido y para que se nos quede a todos, se lo pongo con cursivas y negritas: nunca habrá un momento políticamente propicio para aumentar la carga tributaria. Nunca.

    Lo que me gusta de Prensa Libre es constatar lo transparentes que resultan sus intenciones. Cuando tengo dudas acerca de qué piensa la gente más conservadora de nuestra sociedad sobre cualquier tema, basta leer la columna editorial para entender. La voz de la rancia podría llamarse, o quizá Vitrina oligárquica, y quedaría completo el cuadro.

    Abrí ese periódico el día después de que el Ministerio de Finanzas presentara su propuesta de presupuesto y no pude evitar el regodeo triunfalista: ¡Se lo dije! ¡Se lo dije! Cito textualmente su editorial de ese día: «El Gobierno parece haberse metido una vez más en el costal de los problemas al plantear el más grande aumento en el gasto público y pretender llevar el presupuesto general de gastos para el período 2017 a casi 80 000 millones de quetzales sin que exista una mejora convincente y sostenible en la recaudación tributaria…» (las cursivas son mías).

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  • Confesiones

    Si bien importa reconocer la humanidad de los más malos, resulta aún más importante no atribuir una falsa maldad ante la evidente imperfección de los buenos.

    En la secundaria, una vez robé algunos tubos de vidrio del laboratorio de química. Me encantaba calentarlos con un mechero y soplar burbujas de vidrio.

    En la universidad, en cierta ocasión equivoqué la fecha de un examen y no me presenté. Un médico amigo me hizo un certificado que decía que había estado enfermo y así pude tomar el examen en fecha extraordinaria.

    He perdido la cuenta de las veces que en el pasado negué cuando me preguntaron si quería factura. A veces aún me pasa cuando voy de prisa.

    En efecto, desde pequeño y hasta en lo pequeño resulto ser un practicante menos que ejemplar de las virtudes que promuevo. Mentira, robo, corrupción, evasión y elusión fiscal, no necesito escarbar demasiado para encontrarlo todo a escala enana en mi historia personal. Y eso que cuento solo los incidentes menos vergonzosos.

    Sin embargo, así como los años me han dado oportunidades de más para constatar mis muchas debilidades, también me han enseñado otra cosa: no soy muy distinto de la mayoría de las personas. Esto decepciona porque pincha el globo que Hollywood infla con tanto afán: ¡eres único, extraordinario! Pues no. Soy ordinario, bastante imperfecto y, encima, parecido a otro montón de gente.

    A pesar de todo, mi ordinariez tiene su lado bueno: las pulsiones que me mueven resultan ser también las que impulsan a otra gente. El tiempo ha puesto una y otra vez a prueba mi teoría de la mente de los demás. Constato casi siempre que las pistas que me ofrece mi introspección acerca de lo que otros quieren —en lo bueno y en lo malo— es bastante precisa, tan solo porque se parece tanto a lo que yo también busco para mi vida y mi familia. Lo que me cuesta y lo que me sale fácil tampoco distan mucho de los retos que enfrenta la mayoría de quienes me rodean.

    Esto importa mucho, aunque no sea decir que todo se vale. Primero, porque evoca la humanidad que subyace hasta en los hechores de los males más escandalosos. Ante la llamada virulenta a repartir penas de muerte nos recuerda que el marero, el político falsario, el militar corrupto y el empresario tramposo buscan lo mismo que usted y que yo: pagar las cuentas, tener éxito, que su familia los quiera y morir sin mucho dolor. Aunque en el camino pierdan el sentido del bien o aunque su inteligencia solo les sirva para engañarse racionalizando las peores atrocidades. Claro, hay enfermos —sociópatas, psicópatas, gente dañada por la mala suerte, la vida y la enfermedad— insensibles que han perdido contacto con las dimensiones básicas de su propia humanidad. Pero son los menos y fallamos en entenderlos, sobre todo porque no alcanza nuestra imaginación para concebir su torcido interior. Aunque cueste admitirlo, la resonancia entre nuestra interioridad y la de quienes hacen mal reclama cautela al juzgar, mesura al exigir castigo, flexibilidad para remitir las culpas: se parecen tanto a nosotros, tanto.

    Segundo, si bien importa reconocer la humanidad de los más malos, resulta aún más importante no atribuir una falsa maldad ante la evidente imperfección de los buenos. La común humanidad que atisbamos en nuestra introspección al compararnos con aquellos que criticamos debe prevenirnos contra la fácil asignación de una maldad y una malicia que no están allí. Ellos tampoco hacen sino vivir su vida lo mejor posible.

    Lamentablemente, esta es una llamada de alerta que algunos discursos políticos desoyen cada vez más, los cuales deshumanizan al contrincante con tal de traer atención a su causa. Lo vemos en el escenario global cuando, yaciendo muertos en el asfalto por igual ciudadanos y policías estadounidenses, algunos republicanos radicales se regodean tildando al presidente Obama de «odiador de policías». Importa más ganar puntos en la contienda del insulto político que reconocer la humanidad que comparten un presidente decente —con todo y su repertorio de debilidades políticas—, los ciudadanos y los servidores del orden público.

    Más cerca de casa lo vemos a diario en el racismo que atropella la dignidad básica de las personas indígenas, el humor barato que olvida que el sujeto despreciado también siente, igual que siente el que lo desprecia. A escala menor, lo vemos incluso en la altivez intelectual que consigna a los círculos más profundos de peculiares infiernos a quienes, hijos de su clase, limitados productos de su sociedad opaca, injusta y desigual, apenas aprendices de una nueva política, no hacen sino buscar formas mejores de ser y de hacer mientras cargan consigo —humanos al fin— la sombra de sus limitaciones.

    Original en Plaza Pública

  • A nadie le gusta perder amigos

    El objeto del ejercicio político no es mantenerse puro, por mucho que guste, sino asegurar que los propios alcancen el poder del Estado.

    ¡Pero cómo pasa el tiempo, usté! Expresión al ver que se nos ha ido ya medio año. Bien podrían estar usándola estos días en el gabinete de Jimmy Morales.

    En efecto, ya pasó (o se le fue) un octavo del tiempo que tenía este gobierno para hacer algo, bueno o malo. Se acabó hasta la luna de miel más generosa, y el gobernante ha demostrado ser lo que se esperaba: no tan malo como el anterior, incapaz de escapar de la pacatería social y política de su origen clasemediero, con algunos funcionarios buenos y también con gente muy oscura a su alrededor. Tranquiliza la estabilidad económica, usual en este país de ultraconservadurismo monetario, y preocupa el resurgimiento militar.

    Contra ese trasfondo de ni modo, aquí vamos, cada vez más gente pregunta, desde espacios políticos, en columnas de opinión, en redes sociales y en debates de los movimientos sociales, ¿ahora para dónde?, ¿qué sigue?

    La pregunta crítica nunca fue qué han de hacer Jimmy Morales y su gabinete. Su tarea era clara y la están desempeñando: mantener el rumbo conservador, sin sobresaltos, evitando que el tren se descarrile. La reciente victoria —que lo es— en materia del malhadado impulso por sacar a desfilar al Ejército sirve para subrayarlo: la máquina prueba los límites y ajusta para mantener la estabilidad. Ni tanto que queme al santo, etcétera.

    ¿Dónde está, entonces, la agenda? Seguramente no está en el Ejecutivo ni en la élite empresarial contenta con que se minimicen los daños al statu quo. El Ejército apenas intenta recuperar terreno mientras la Embajada y sus amigos se enfocan en tachar pendientes en la agenda narcomigraeconómica.

    Puestos contra esta pared del business as usual, sospecho, no queda más que seguir en el trabajo aburrido, en el tejido de relaciones y acuerdos entre gente lo suficientemente parecida para querer el mismo bien, aunque sean distintos en esas dicotomías que han hendido toda nuestra historia: urbano-rural, pobre-rico, indígena-mestizo, izquierda-derecha, gay-hétero, militar-civil, y así en todo. Toca amarrar la secular resistencia indígena con la persistente indignación urbana. Toca insertar el interés clasemediero como puente entre la miseria rural y urbana y el impulso comercial de algunos en la élite económica. Toca encontrar un lenguaje conciliador para que el machista miedoso que llevan dentro la mayoría de los chapines —élite, clasemedieros, indígenas y mestizos por igual— no huya horrorizado cuando descubra que el amor no es heterosexual por definición y menos por necesidad. Toca encontrar la moderación como virtud política ante los extremismos que se alían para reventarlo todo en mil pedazos.

    El problema es que el impulso extremista pareciera ser parte de lo que nos define como sociedad política. Hipócrita, traidor, solapado, cobarde: no tardan los epítetos de los amigos cuando alguien propone postergar la agenda radical en favor de la conciliación táctica. Al empresario de élite que tiende puentes, sus iguales lo condenan por acercarse a los manidos comunistas. Al activista progre no le hacen falta enemigos. Apenas se aparta de la estrecha senda radical, son los de su propio bando los primeros que lo descalifican: por su historia, por su extracción social, por la impureza de sus intenciones.

    Sin embargo, el objeto del ejercicio político (y sí, esto es político aun cuando no sea partidista) no es mantenerse puro, por mucho que guste, sino asegurar que los propios alcancen el poder del Estado. Entendamos: sin poder no se hará nada, ni bueno ni malo. Con poder se hace cualquier cosa, incluso lo malo —que no tiene nada de nuevo—. Conseguir ese poder pone una agenda con dos tácticas: por una parte, debilitar el mal poderoso; por la otra, fortalecer el poder del bien.

    Debilitar el mal poderoso es algo que ya emprendieron el MP y la Cicig. Hasta la Embajada de los Estados Unidos está en eso por sus propias razones. Y por ahora persisten en ello. Pero solo alcanza a quienes sean perseguibles. ¿Cómo disciplinar a los pícaros dentro del Congreso, en las instituciones, en las empresas, en los Gobiernos municipales, en la propia sociedad? Solo la ciudadanía llega allí.

    Fortalecer el poder del bien significa, primero, trabajar con gente que nos pone incómodos. Significa ganar adeptos. Hacerlo exige encontrar temas de consenso y, lo más difícil, dejar de lado temporalmente temas importantes, algunos puntos de agenda que prioriza cada uno, pero que no comparten todos. Quizá hasta se pierdan amigos —ojalá que no—, pero nadie dijo que la política —ni siquiera la mejor intencionada— sea bonita.

    Original en Plaza Pública

  • Dinámica de sistemas

    Los sujetos intentan mover la cosa en su dirección y, sí, pasan cosas que satisfacen a algunos. Pero solo tras el hecho logramos afirmar: «Ya vieron. Pasó lo que quisimos».

    Nos desagrada la falta de control. Tanto en la práctica como en las ideas queremos realizar nuestra voluntad.

    En asuntos públicos, la ilusión del control tiene una augusta historia. El derecho divino de reyes justifica que algunos tengan en la mano las riendas del Gobierno. El Leviatán describe los mecanismos del control. El príncipe prescribe su buen ejercicio. La democracia promete a cada uno control sobre lo suyo.

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  • Entrevista: Purgatuitorio Sesión 83

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    Entrevista por Javier Martínez y Kiki Kornholio, Purgatuitorio.

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