Tag: participación

  • Las ONG y el orden público

    Las ONG y el orden público

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    Primero, la versión corta. Muchos argumentos sobre la Ley de Organizaciones No Gubernamentales (ONG), recién emitida por el Congreso, son espurios, maliciosos o equivocados.

    Quienes promueven la malhadada ley tienen por qué dar argumentos errados. En su universo, todo vale con tal de cerrar espacios democráticos. Pero el mal que hacen rebasa incluso su miope imaginación: hasta los que quieren bien terminan haciendo argumentos dañinos.

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  • Dos mil ciudadanos

    Dos mil ciudadanos

    El Movimiento Semilla está a menos de 2,500 adhesiones de solicitar su inscripción como partido político al Registro de Ciudadanos. El 9 de julio, Semilla anunció tener la aprobación de 20,204 de las 22,700 adhesiones requeridas. No es poca cosa en un sistema construido para evitar que entren nuevos jugadores. Un sistema donde los únicos partidos políticos nuevos son refritos de marca para comerciantes de votos y donde los tránsfugas beneficiarios de la corrupción se resisten a soltar la teta fiscal que los ha mantenido por tanto tiempo. Así que lo celebro.

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  • «Reset» legislativo

    La magia del reinicio no está en apagar el computador, sino en lo que pasa en los pocos segundos después de que se vuelve a encender.

    Cuando el computador da problemas, muchas veces basta con apagarlo y volver a encenderlo para que se resuelvan. ¿Por qué? Con la licuadora no hacemos eso cuando deja de funcionar.

    En general, aparatos como una licuadora fallan en el hardware, en sus componentes físicos. Cuando el computador falla, generalmente no se ha roto nada. La mayoría de los problemas que se presentan son de software: simplemente ha cometido un error de lógica y comienza, por decirlo de alguna forma, a pensar mal. Sus piezas mecánicas siguen operando perfectamente, y así puede funcionar mal indefinidamente. Incluso, puede crear nuevos y peores errores sobre los anteriores.

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  • Abuso y hartazgo

    Jean-Marie Simon calificó esta como la tierra de la «eterna primavera, eterna tiranía», pero quizá eso no es sino el lado violento de otras permanencias: el eterno abuso y el infinito aguante.

    La plática empezó como tantas en estos tiempos de tecnología personal. Conversando mientras llega la comida en el restaurante, surge una duda. Todos sacamos el celular para hacer la consulta a la internet. La pareja joven hace un baile de teléfonos y manos: «Mejor usemos el tuyo».

    Ante mi pregunta explican: prefieren usar el teléfono de él para consultar la internet porque aún tiene el plan viejo. La compañía telefónica empezó a renovar contratos a sus clientes este año y recortó drásticamente (en 40 %) el volumen de datos ofrecido por el monto cobrado.

    Yo no salgo de mi asombro. En otras palabras, por el mismo precio, ¿ahora les ofrece mucho menos servicio? Sí. ¿Y nadie armó alboroto ni se cambiaron a otra empresa? No.

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  • Dejar el futuro para el futuro

    Hay un momento para vivir la exaltación, la fiesta de la democracia que celebra la salida de los corruptos. Pero también hay un momento para revisar las cuentas y pagar esa misma fiesta.

    Bien sugirió Lewis Carroll que, para el que no sabe adónde va, cualquier camino le es bueno. Morales está como Alicia, perdido de maravilla, creciendo y menguando a base de pócimas misteriosas. Mientras los conejos se afligen por la puntualidad y las reinas quieren volar cabezas sin contemplación, él no sale del asombro y los lectores con dificultad seguimos la trama.

    El Ejecutivo ha vuelto a titubear y ha retirado del Legislativo su propuesta para recuperar las finanzas públicas. Una propuesta limitada, pero que haría boyar un Estado tan dilapidado que en el corto plazo ni con la persecución de los grandes evasores alcanza el mínimo necesario. El comediante que en la TV hacía reír a base de estereotipos hoy da carne y hueso a estereotipos más añejos: mañanaabordaremos la reforma fiscal. Si no se puede hoy, ya veremos qué será, será. Siempre en otro momento, en 2017, otro día, algún día, nunca. Pero necesitamos entender algo: aquí una propuesta fiscal se introduce a pesar de las condiciones políticas, no por ellas. Jamás habrá condiciones propicias para una reforma fiscal. Nunca.

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  • Sociedad, ciudadanía y cambio

    Vivimos en sociedad. Decir que nos construimos solos a nosotros mismos es vender quimeras.

    A la vez, no somos simples reflejos de la sociedad, como quien ve el sol entero en un fragmento de espejo. Somos sujetos, con una identidad que se construye aquí, ahora, en nosotros mismos. En parte, nos forma el contexto más amplio —nuestra sociedad—. En parte, los hechos de nuestra biografía particular. Además, somos agentes: queremos, creemos y actuamos. Y así hacemos realidad la sociedad en nuestra práctica cotidiana.

    Reconozcamos que individuos y sociedad se vinculan, pero solo indirectamente y de forma sutil. De lo contrario nos engañaremos pensando que para el cambio social basta el cambio individual. Y al revés también: que si cambian cosas en la sociedad pronto las sentiremos también en lo individual.

    Nunca ha sido tan importante entender esto como hoy. Hace un año, multitudes en la plaza central demandaban la renuncia del presidente y de la vicepresidenta. La semana pasada el juez encontró suficiente evidencia para juzgarlos —junto con otros 51 empresarios, funcionarios y políticos— por corruptos, corruptores y ladrones.

    A la vez, hemos visto al fin en libertad a un grupo de líderes comunitarios, presos injustamente por defender los bienes naturales comunes. Pero también vimos abatido en la cárcel a un capo militar y criminal, muerto por los de su propia calaña.

    Esos hechos definen los bordes de nuestra sociedad, desde la justicia hasta la violencia. Viendo lo malo es fácil darse por vencido. Y viendo lo bueno es tentador ceder al facilón vamos al cambio que venden algunos. Sin embargo, es en las vidas individuales, en la vida propia, donde el asunto se concreta. Los hechos nacionales, esos que ocupan los titulares, también son vividos por personas en lo individual. Son vidas forzadas por mal o por bien a ser ejemplares públicos de las aristas de la sociedad, como Roxana Baldetti, Jack Irving Cohen o Francisco Juan Pedro. Ya tendrá cada uno que sacar cuentas de lo hecho y no hecho, de lo sufrido. Pero en los titulares son emblemas de los problemas y de las soluciones más que representantes de nuestra particularidad.

    Así, no queda sino volver el espejo hacia nosotros mismos y preguntar cuánto ha cambiado nuestra vida, concretamente desde abril de 2015. ¿Qué cosas nos pasan distintas desde que Baldetti guarda cárcel? ¿Qué cosas vivimos distintas, quizá mejores, desde que Thelma Aldana e Iván Velásquez la emprendieron con firmeza, insistencia y cuidado contra la gente más pícara del país? Sospecho que para la mayoría la respuesta es poco, muy poco.

    Si tengo razón, debemos preocuparnos. Solo en el vaivén entre sociedad e individuos se hará sostenible el cambio. Solo será persistente cuando caminen juntos los cambios en las estructuras —como leyes, justicia, servicios, presupuestos— y los cambios que viven las personas —como bienestar, valores, solidaridad—.

    Así, para juzgar el mérito de un Iván Velásquez basta ver al corrupto en prisión: el comisionado se habrá desempeñado bien como individuo. Pero, para juzgar el mérito de la reforma de la justicia, todos, en lo particular, tendremos que sentirla más justa. Para juzgar el mérito individual de Jimmy Morales, quizá alcance ver el nombramiento de una ministra experta y comprometida. Pero para juzgar el mérito del rescate de la salud tendrá que haber recursos suficientes y servicios para tocar a cada persona, a mucha gente, a toda la gente.

    Lo más importante es que, a la vez que buscamos el impacto del cambio social en nosotros, igualmente debemos interrogarnos sobre nuestra parte —la que tenemos como individuos— de cara al cambio social. Para juzgar nuestro mérito ciudadano no basta contarnos como partículas de una multitud que se paró en la plaza central. Para juzgar nuestro mérito debemos preguntarnos qué ha cambiado concretamente en nuestra vida, cómo han cambiado nuestras conductas, actitudes y prioridades desde que todo esto empezó. Debemos preguntarnos si vamos camino de pagar más impuestos este año que el anterior, aunque sea a base de pedir escrupulosamente factura en cada compra. Debemos contabilizar si hoy apoyamos, más que hace un par de años —con dinero, tiempo y trabajo—, las causas políticas en las que decimos creer. Debemos reflexionar si hemos desterrado al fin de nuestro lenguaje el racismo que hasta aquí nos hizo chapines. En fin, debemos preguntar si somos otros, aunque nos cueste, o si, mientras exigimos cambio, seguimos siendo los mismos de antes: apocados, discriminadores, evasores de poca monta, solo que ahora creyéndonos parte del cambio.

    Original en Plaza Pública

  • Confesiones

    Si bien importa reconocer la humanidad de los más malos, resulta aún más importante no atribuir una falsa maldad ante la evidente imperfección de los buenos.

    En la secundaria, una vez robé algunos tubos de vidrio del laboratorio de química. Me encantaba calentarlos con un mechero y soplar burbujas de vidrio.

    En la universidad, en cierta ocasión equivoqué la fecha de un examen y no me presenté. Un médico amigo me hizo un certificado que decía que había estado enfermo y así pude tomar el examen en fecha extraordinaria.

    He perdido la cuenta de las veces que en el pasado negué cuando me preguntaron si quería factura. A veces aún me pasa cuando voy de prisa.

    En efecto, desde pequeño y hasta en lo pequeño resulto ser un practicante menos que ejemplar de las virtudes que promuevo. Mentira, robo, corrupción, evasión y elusión fiscal, no necesito escarbar demasiado para encontrarlo todo a escala enana en mi historia personal. Y eso que cuento solo los incidentes menos vergonzosos.

    Sin embargo, así como los años me han dado oportunidades de más para constatar mis muchas debilidades, también me han enseñado otra cosa: no soy muy distinto de la mayoría de las personas. Esto decepciona porque pincha el globo que Hollywood infla con tanto afán: ¡eres único, extraordinario! Pues no. Soy ordinario, bastante imperfecto y, encima, parecido a otro montón de gente.

    A pesar de todo, mi ordinariez tiene su lado bueno: las pulsiones que me mueven resultan ser también las que impulsan a otra gente. El tiempo ha puesto una y otra vez a prueba mi teoría de la mente de los demás. Constato casi siempre que las pistas que me ofrece mi introspección acerca de lo que otros quieren —en lo bueno y en lo malo— es bastante precisa, tan solo porque se parece tanto a lo que yo también busco para mi vida y mi familia. Lo que me cuesta y lo que me sale fácil tampoco distan mucho de los retos que enfrenta la mayoría de quienes me rodean.

    Esto importa mucho, aunque no sea decir que todo se vale. Primero, porque evoca la humanidad que subyace hasta en los hechores de los males más escandalosos. Ante la llamada virulenta a repartir penas de muerte nos recuerda que el marero, el político falsario, el militar corrupto y el empresario tramposo buscan lo mismo que usted y que yo: pagar las cuentas, tener éxito, que su familia los quiera y morir sin mucho dolor. Aunque en el camino pierdan el sentido del bien o aunque su inteligencia solo les sirva para engañarse racionalizando las peores atrocidades. Claro, hay enfermos —sociópatas, psicópatas, gente dañada por la mala suerte, la vida y la enfermedad— insensibles que han perdido contacto con las dimensiones básicas de su propia humanidad. Pero son los menos y fallamos en entenderlos, sobre todo porque no alcanza nuestra imaginación para concebir su torcido interior. Aunque cueste admitirlo, la resonancia entre nuestra interioridad y la de quienes hacen mal reclama cautela al juzgar, mesura al exigir castigo, flexibilidad para remitir las culpas: se parecen tanto a nosotros, tanto.

    Segundo, si bien importa reconocer la humanidad de los más malos, resulta aún más importante no atribuir una falsa maldad ante la evidente imperfección de los buenos. La común humanidad que atisbamos en nuestra introspección al compararnos con aquellos que criticamos debe prevenirnos contra la fácil asignación de una maldad y una malicia que no están allí. Ellos tampoco hacen sino vivir su vida lo mejor posible.

    Lamentablemente, esta es una llamada de alerta que algunos discursos políticos desoyen cada vez más, los cuales deshumanizan al contrincante con tal de traer atención a su causa. Lo vemos en el escenario global cuando, yaciendo muertos en el asfalto por igual ciudadanos y policías estadounidenses, algunos republicanos radicales se regodean tildando al presidente Obama de «odiador de policías». Importa más ganar puntos en la contienda del insulto político que reconocer la humanidad que comparten un presidente decente —con todo y su repertorio de debilidades políticas—, los ciudadanos y los servidores del orden público.

    Más cerca de casa lo vemos a diario en el racismo que atropella la dignidad básica de las personas indígenas, el humor barato que olvida que el sujeto despreciado también siente, igual que siente el que lo desprecia. A escala menor, lo vemos incluso en la altivez intelectual que consigna a los círculos más profundos de peculiares infiernos a quienes, hijos de su clase, limitados productos de su sociedad opaca, injusta y desigual, apenas aprendices de una nueva política, no hacen sino buscar formas mejores de ser y de hacer mientras cargan consigo —humanos al fin— la sombra de sus limitaciones.

    Original en Plaza Pública

  • Testarudos

    Mientras algunos se atrincheran en negar al resto de la sociedad aquello de lo que ya gozan ellos mismos, otros nos atrincheramos en exigir que a cada uno se le respete.

    No deja de causarme una perversa admiración la insistencia de algunos en rechazar la reivindicación de los derechos, la identidad, el idioma y los sueños de otros.

    Cada vez que surgen temas de cambio —como la necesidad de la educación bilingüe intercultural, la conveniencia de la diversidad religiosa o, más aún, la posibilidad de que ninguna religión tenga más sentido y autoridad que cualquier otro mito antiguo— saltan de inmediato los adalides de la tradición, los defensores de lo que se ha hecho siempre. Parecieran tener una energía inacabable para resistir el cambio, para denunciar a quienes sugieren que es hora de transformarnos. ¿De dónde les nace tanta perseverancia, tal capacidad para insistir, la imposibilidad de dar cabida al punto de vista opuesto? Ni la evidencia más sólida ni los argumentos ordenados en silogismos impecables logran penetrar su coraza.

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  • Un solo hilo

    Pensarnos como tejido nos obliga a reconocer que aquí no hay más que un hilo, una misma gente. Lo que hagamos tendrá que hacerse con los que estamos, con los que somos.

    ¿Conoce usted la diferencia entre tejido de punto y tejido en telar? Mientras la tela en el telar se construye con trama y urdimbre, dos juegos de hilos que se entrecruzan, uno a lo largo y otro a lo ancho, el tejido de punto se hace con un solo hilo. Toma quien teje dos agujas y pacientemente monta una hilera de puntos sobre otra, que al encadenarse van produciendo la tela.

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  • Necesitaremos más que el megáfono y la tarima, la pancarta y la piñata

    Lo que necesitamos no es simplemente nombrar notables para mover instituciones de aquí para allá, creando ilusiones de cambio, sino redefinir la forma en que nos relacionamos los ciudadanos con el Estado, con el poder, con la riqueza, con el bienestar y las oportunidades.

    Dice el diccionario que ciudadanía es «la cualidad y derecho de ciudadano», «el conjunto de los ciudadanos de un pueblo o nación», y el «comportamiento propio de un buen ciudadano». Hoy las tres acepciones nos sirven bien: estamos ejerciendo nuestra ciudadanía, estamos re-aprendiendo a reunimos como ciudadanos, estamos ejercitando las conductas de la buena ciudadanía.

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