En abril de 2015 la población guatemalteca salió de la trinchera en que estuvo agazapada por décadas.
Con más entusiasmo que organización se abalanzó sobre la plaza. Imparable, tomó calles, periódicos y redes sociales, mientras su contrincante —élites miedosas, políticos corruptos y narcomilitares que los financiaban— debió replegarse, dando apenas respuesta.
Pero el avance se disipó. Sin foco claro —¿qué conseguir, y cómo?— ni liderazgo, la mayoría volvió a sus casas y los menos a sus trincheras. Y comenzó la revancha. Jimmy Morales, soldadito lastimero, traicionó a sus votantes y, obediente corneta, dio el toque para la artillería corrupta al expulsar a la Cicig. Siguieron la toma del Ministerio Público, luego las cortes, la universidad, la Procuraduría de Derechos Humanos y, críticamente, el Tribunal Supremo Electoral.
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