Tag: Guatemala

  • De selvas y torres celulares

    Pérez Molina quiere marcar distancia con su antecesor. ¿Tendrá la valentía y el nacionalismo para no actuar igual?
    Al visitar las islas de Cocos en el Pacífico, Darwin se sorprendió al ver que en los arrecifes de coral abundaba la vida, siendo el mar a su alrededor muy pobre en nutrientes. Sabemos ahora que esto se debe a la densa interrelación de especies en el arrecife mismo.

    Los peces mayores comen a los más chicos, los desperdicios de unos son alimento para otros y toda su riqueza descansa sobre la sutil interacción entre diminutos animales –los corales– cuyos esqueletos dan protección y soporte físico a los demás, y sus pares vegetales, que a fuerza de fotosíntesis convierten sol en biomasa.

    La selva tropical es igual. Su riqueza no está en la tierra, sino en la trama de mamíferos, aves, insectos, vegetales y microbios, que viven juntos y revueltos en los grandes árboles. Cuando el bosque se corta, la biomasa se cosecha como aparente riqueza –maderas finas y pieles de animales– pero tras una bonanza temprana lo que queda es incapaz de sostener un cultivo sin fertilizantes.

    Este empobrecimiento –pasar de riqueza autosostenida, a bonanza extractiva, luego a monocultivo y devastación final– sirve bien para entender lo que ha pasado con la gestión de las radiofrecuencias en Guatemala. La posibilidad de transmitir información –sonidos, imágenes, datos y demás– a través de las ondas de radio, y las leyes que regulan su uso, son para el caso la matriz en que se puede fundar un fértil ecosistema. Las grandes empresas de telecomunicaciones que dan acceso global, los cableros, fabricantes de antenas, vendedores de computadoras, programadores de software, cafés-Internet, proveedores de mantenimiento, escuelas digitales y servicios de tele-medicina son apenas algunas de las muchas “especies” que agregan valor social y privado en un ambiente que propicie su interrelación sostenible.

    En contraste, hasta aquí la gestión de radiofrecuencias se ha parecido a la depredación. La vigorosa privatización y desregulación que impulsó Arzú hace 15 años, produjo considerable bonanza. Los precios de las llamadas cayeron y los celulares se convirtieron en artículo de consumo básico. Muchos nos hemos beneficiado, incluyendo las empresas telefónicas.

    Sin embargo, la falta de previsión y la voracidad dieron al traste con las opciones de riqueza y diversidad sostenibles, al apostar por la “extracción” para unos pocos. Mucho se ha dicho sobre el remate a precios de quemazón que fue la subasta de radiofrecuencias en ese tiempo. Menos reconocido es que en ese remate se fue todo el bosque –tanto lo que debía venderse, como lo que debía permanecer intacto para el público. ¿Sabía usted que al conectar un dispositivo Bluetooth, en sentido estricto infringe la ley, pues el derecho a la radiofrecuencia que usan tales equipos fue vendida a un propietario privado? ¿Sabía usted que las radiofrecuencias que en otros países quedan a disposición del Estado para atender necesidades sociales, como la interconexión de escuelas y servicios de salud, también quedaron en manos de un mejor (mal) postor? ¿Está consciente que hay radiofrecuencias no usadas en 15 años, que tampoco pueden ser recuperadas, pues las concesiones y la propia Ley de Telecomunicaciones se escribieron de tal forma que es casi imposible demostrar el no-uso? Son auténticos baldíos.

    Hoy decrecen radicalmente las posibilidades de producción del ecosistema comunicacional. Urge introducir Internet en las escuelas, conectar las municipalidades y recolectar datos en puestos de salud, pero todo debe hacerse pagando caramente y al menudeo servicios que podrían ser casi gratuitos, y de paso generar muchos otros negocios de alto valor para el desarrollo local. Habiendo dejado las radiofrecuencias de utilidad pública –no son todas, ojo– en manos de actores privados, nos hemos pegado el tiro en el pie: cortados los árboles, ya no hay asidero para la sinergia saludable.

    Esta historia de autodestrucción podría enmendarse ahora, pues comienzan a caducar los primeros contratos de concesión. Sin embargo, los hechos son poco alentadores. Ya el gobierno de Colom cedió en una primera ronda de renovaciones, confirmando el trato desventajoso a cambio de contribuciones “voluntarias” (hoy suena conocido el término en torno a la minería). Pérez Molina quiere marcar distancia con su antecesor. ¿Tendrá la valentía y el nacionalismo para no actuar igual, cuando se presenten nuevas opciones de renovación? ¿Será la Superintendencia de Telecomunicaciones un auténtico regulador, o simple pelele de algunos? Hoy nadie explota las posibilidades, nadie puede explotarlas, y todos perdemos. A menos que se haga valer el interés nacional, nos esperan otros 15 años de ventajas para muy pocos, y oportunidades perdidas para todos los demás.

    Original en Plaza Pública

  • ¿Para qué subir un volcán?

    ¿Volveremos a callar mientras otros deciden sobre una reforma urgente, pero de manera injusta?
    Diez y ocho mil gentes subieron el Volcán de Agua el 21 de enero, con el fin de “manifestarse en contra de la violencia que padece este país centroamericano”.

    Adopte por un momento el plan de bobo y pregúntese, ¿cómo evita la violencia el encaramarse en un promontorio de tierra?

    Por supuesto, a menos que los montañistas fueran los violentos, o la violencia estuviera en el volcán, la relación es más bien indirecta. Entonces, ¿para qué subir un volcán bajo estas circunstancias? Yo me atrevo a decir que es para hacer ejercicio. No el ejercicio obvio del cuerpo, que enfrenta la exigencia de dos kilómetros y pico de ascenso, sino el ejercicio del músculo moral, que nos dice que una causa justa bien vale un sacrificio. El ejercicio del músculo social, que nos muestra que en medio de todo, la clase media (no se engañe, esta es la que subió) es capaz de ponerse de acuerdo, organizar la logística, vencer la pereza y el inmovilismo y decir: aquí estoy, no me podrán ignorar.

    Pues bien, apenas dos semanas y media después de ir al gimnasio volcánico, yo le quiero sugerir que a esa clase media muy pronto le tocará mostrar si puede usar sus recién ejercitados músculos morales y sociales en cosas mayores. En los últimos días hemos visto al nuevo gobierno impulsar con decisión la impostergable reforma fiscal. Al fin, podríamos agregar. Esa será la buena causa que necesitará nuestro sacrificio, como ya señalan algunos, y yo me incluyo.

    Sin embargo, con decepción hemos visto también cómo la misma iniciativa, que exige sacrificio a la clase media urbana –profesionales y asalariados– amenaza con dejar sin mayor exigencia de sacrificio a las élites. “El PP apuñala a la clase media”, dice Gustavo Berganza sin más contemplaciones. En esta tierra de privilegio ello no es sorpresa, por supuesto. La pregunta clave es si esa clase media estará dispuesta a usar el músculo moral para afirmar que pagará su parte, pero también el músculo social para insistir en que no está dispuesta a subsidiar a una élite irresponsable.

    Sabiendo que nadie en su sano juicio abandona un privilegio a menos que se lo arranquen, ¿volveremos a callar mientras otros deciden sobre una reforma urgente, pero de manera injusta? Serán los actores de siempre el CACIF y algunos en el gobierno, quizá los maestros y sindicatos en la calle, ¿o asumiremos la clase media urbana un papel como ciudadanos?

    Diez y ocho mil personas subieron el volcán. Diez y ocho mil personas, en su mayoría jóvenes, que heredarán un fisco quebrado o sostenible, desigual o justo. ¿Cuántos ayudarán a decidir esto, subiendo el volcán del sacrificio que significa pagar impuestos? ¿Cuántos subirán el volcán que significa no callar, sino exigir a sus pares más acaudalados que también paguen su parte?

    Original en Plaza Pública.

  • Hoy pagamos el derecho de piso

    Yo les exijo que garanticen que los más ricos y privilegiados de nuestra sociedad también deban hacerse adultos y poner su parte en el bien común.

    Esto no le va a gustar, pero de todas formas se lo voy a decir. Hoy nos están apretando a los que más ganamos entre los asalariados y los profesionales con los cambios al ISR, y nos duele.

    ¡Claro que nos duele! Todos preferimos tener el dinero en el banco o a la mano, y decidir libremente para gastar hoy y aquí, en lo que queramos y cuando lo queramos.

    Sin embargo, no se engañe. Dinero contante y sonante no es prosperidad, si a cambio le toca poner a los hijos en un colegio privado –caro pero por lo menos bueno–, porque no hay escuelas públicas de calidad. Hoy le toca arriesgar la vida y la hacienda cada vez que sale a la calle, porque no hay policías profesionales. Entonces, ¿de qué sirve el dinero en la mano si el precio de tenerlo es una sociedad en harapos?

    Así que hoy nos está tocando a la clase media, a punta de legislación, hacernos adultos como ciudadanos contribuyentes, sí o sí. Ante ello es fuerte la tentación de responder con el tradicional, obtuso y manipulado “no a los impuestos”. Tras 50 años en que el CACIF nos ha metido con cuchara que lo que le conviene a los pocos le conviene a los muchos, esto nos sale muy natural. Sin embargo, sería perder una oportunidad dorada. Algo así como, habiendo cumplido los 18 años y pudiendo hacer cualquier cosa, escoger comportarnos como lo hacíamos a los siete. Así que, en vez de pedir el puré “Gerber” de un Estado mágico, que nos dé todo sin que nadie lo financie, mastiquemos las cuentas de lo que realmente toca hacer.

    Primero lo obvio: si vamos a pagar más, debemos exigir que se use mejor. Si me van a sacar más plata, yo de veras quiero ver esos policías (ojo, no soldados) patrullando calles, constituidos en servidores públicos, no en amenazantes mordelones. Si me van a sacar más plata, pues insisto en ver a todos los niños y niñas en la escuela aprendiendo, sin excusas. Si esperan mi conducta adulta como contribuyente, exijo políticas adultas. La universalización de la protección a la salud sería un buen comienzo. En suma: en la dimensión de Estado como servicio, si me van a hacer pagar más, insisto en recibir mejor servicio.

    Ahora bien, la oportunidad que le pinto tiene otra dimensión, aún más importante. El Estado no es simplemente un servicio que compramos al dar nuestro dinero al fisco. Oliver Wendell Holmes lo dijo de forma precisa: los impuestos son el precio que pagamos por una sociedad civilizada. Esto tiene al menos dos implicaciones importantes. Primero, la de la solidaridad. Si los guatemaltecos somos tan buenos y tan amables como nos gusta creer (“qué gusto verlo”, “¿en qué le puedo servir?”, “cuente conmigo”), debemos mostrarlo con hechos. No la limosna dada con asco al estar parados en un semáforo, sino la contribución constante y significativa para dar oportunidades y medios a los más pobres, que en esta patria son muchos. Esto es, más que una necesidad práctica, una obligación moral y una responsabilidad de ciudadanía.

    La segunda implicación tiene que ver con la equidad y la justicia: si unos vamos a pagar, esperamos que otros que tienen más, igualmente contribuyan más. Aquí es donde a nuestra clase media, a la que hoy se le está pidiendo más dinero, le toca tornarse adulta como actor político, ¡y actuar! Otto Pérez Molina me pide compromiso, y Pavel Centeno, su Ministro de Finanzas, correctamente lo traduce en que los impuestos se llaman así porque se imponen. Entonces, yo les exijo a ambos, con nombre y apellido, que igualmente garanticen que los más ricos y privilegiados de nuestra sociedad también deban hacerse adultos y poner su parte en el bien común. Quiero ver a mis mandatarios y mis representantes reflejar los intereses de la mayoría y rechazar las componendas, no importa cuántas sean las deudas de campaña que ellos contrajeron, no yo.

    ¿Se apunta usted a pedir lo mismo? Esto no es lucha de clases, es mayoría de edad ciudadana.

    Original en Plaza Pública

  • Ideología o pragmatismo

    Podemos pelearnos por las etiquetas, pero es un ejercicio vano.

    Planteo aquí dos formas de ver las políticas públicas: o las juzgamos por su bondad (son buenas o malas en sí mismas), o las juzgamos por su eficacia (son buenas para algo). Ciertamente en política hay importantes asuntos morales: pocos negarían que aceptar mordidas o dejar que los niños mueran de hambre son asuntos de “bueno o malo”

    A pesar de ello, partiendo de que la política pública busca maximizar el beneficio equitativo para la mayoría, muchos asuntos públicos son cuestiones de eficacia. Una propuesta puede ser mejor que otra para incrementar los ingresos, ejecutar obras públicas, combatir la pobreza o dar servicios de salud.

    Sin embargo, con frecuencia atribuimos a nuestras propuestas una naturaleza moral, afirmando que son buenas solo porque sí, mientras tachamos de malas las de nuestros contrincantes. A veces esto es pura retórica: el candidato y el columnista por igual exageran la bondad de sus argumentos para ganar el debate. En el peor de los casos, nos creemos nuestras excusas, y atribuimos maldad intrínseca a propuestas que debieran evaluarse por sus resultados, no por sus intenciones y menos aún por sus orígenes. Le pongo un ejemplo dramático de nuestro pasado.

    Hace casi seis décadas, el gobierno ejecutó lo que a juicio de los especialistas fue una reforma agraria exitosa en razón de sus logros: extendió la tenencia de la tierra, incrementó la productividad y disminuyó la inequidad, mientras la producción agrícola nacional no sufrió, sino más bien creció en los pocos años que operó.1 Como sabemos, la eficacia de estos resultados no fue materia del juicio que llevó a la intervención norteamericana, acabó con la reforma y desató los peores demonios en nuestra patria. Entre las críticas pesaron más la supuesta bondad o maldad intrínseca del gobernante y sus aliados comunistas, argumentos que se magnificaron en el marco estridente de la Guerra Fría.

    Esta distinción entre moral y eficacia hoy resulta crítica para la nación. Estrenamos un gobierno liderado por un militar de la guerra, con un gabinete que incluye de todo: técnicos de izquierda y derecha, empresarios y militares. Es enorme la tentación de tomar este mapa de actores y redefinirlo en función de “los buenos” (los que piensan como yo) y “los malos” (los que no piensan como yo). Podemos pelearnos por las etiquetas –izquierda o derecha, progresista o conservador, revolucionario o reaccionario, liberal o libertario, usted escoja– pero ese es un ejercicio vano. Necesitamos evaluar al gobierno y sus agentes en función de su eficacia en maximizar el beneficio equitativo para la mayoría.

    El Presidente, que como candidato pudo darse el lujo de hacer una campaña rica en publicidad y escasa en propuestas, no solo debe decirnos con precisión qué resultados obtendrá, sino explicar de forma creíble cómo los obtendrá. ¿Cómo fomentará la creación de nuevas empresas y el surgimiento de nuevos empresarios? ¿Cómo eliminará el hambre? ¿Cómo asegurará que todos los niños y niñas en la escuela aprendan a leer en los primeros grados? ¿Cómo conseguirá que los más ricos contribuyan más a los ingresos fiscales?

    Por nuestra parte, los ciudadanos tenemos harta necesidad de vigilar y pedir cuentas. Los observatorios ciudadanos son una manera práctica de buscar resultados más que ideologías. Carlos Mendoza con su seguimiento a los indicadores de violencia ha mostrado el valor de la información y la importancia de predicar los análisis sobre datos, más que impresiones. A la vez debemos desconfiar de quienes moralicen la política pública con referencias al cielo o al infierno, o con etiquetas peyorativas (como “resentido” o “burgués” al hablar de política económica; “maligno” o “reaccionario” al hablar de políticas de población).

    Esto de ninguna forma significa que debamos pasar por alto la moralidad de los actos en las figuras públicas. Cualquiera que en el gobierno sea responsable de crímenes de guerra debe responder por ello ante la justicia con indistinción de su cargo y color político, y los ciudadanos tenemos igualmente la obligación de exigir la justicia que los muertos no puedan pedir. Cualquiera que robe o se aproveche del erario nacional debe ser señalado y juzgado prontamente.

    Al gobernante, a cada uno de sus ministros, debemos evaluarlos sobre dos condiciones particulares: que quieran el bien para la mayoría, y que sus propuestas funcionen.

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    1 Ver: Gleijeses, Piero. (1991). La esperanza rota: La revolución guatemalteca y los Estados Unidos, 1944-1954, Editorial Universitaria, citando numerosas fuentes, incluyendo comunicaciones internas del Departamento de Estado y de la CIA –escasamente admiradores del régimen arbencista.

    Original en Plaza Pública

  • No es igual la muerte

    Ante el hecho universal de la maldad de la muerte causada, son la forma y diversidad las que marcan las gradaciones morales.

    Matar es malo. No importa quién lo haga, ni a quién. Con independencia de las creencias sobre un más allá, usted, yo y la vecina solo tenemos garantía de contar con esta vida. Ninguno –ni el Papa– tenemos garantías del más allá.

    Es por ello que cada uno nos rifamos todo en las pocas o muchas décadas que tenemos: el creyente apuesta a juntar créditos en la economía divina; el justo a hacer bien, el egoísta a sacar provecho mientras puede. Matar es tan malo, porque en nuestra factura dice: “por concepto de una sola vida”, y la muerte nos roba ese bien insustituible.

    Dejemos este punto a un lado y preguntemos acerca de las formas, los momentos y las razones de la muerte. Es aquí que el universal “matar es malo” comienza a matizarse. En Guatemala, los 36 años de guerra causaron muerte a gente muy diversa: unos soldados, otros oficiales, algunos del ejército, otros de la guerrilla. Hubo también civiles: algunos apoyaban por las buenas o por las malas a los combatientes –miembros de las PAC, apoyos de la guerrilla– y otros simplemente estuvieron en el lugar equivocado a la hora equivocada.

    En la guerra, la muerte llegó por razones muy distintas. Algunos soldados murieron en batalla de un tiro que pudo pegarle a cualquier otro. Algunas fueron víctimas del cálculo deliberado. Asesinar a un embajador, “desaparecer” a un líder sindical, más que actos de muerte (malos de por sí, no me cansaré de repetir), servían para escribir mensajes con sangre. A veces las razones fueron evidentes: destruir al contrincante; otras solapadas, incluso falsas: matar en nombre de la ideología para apropiarse de los bienes ajenos, quizá cobrar una revancha personal.

    Muy diversos fueron también los perpetradores. Obvios agentes de muerte fueron los soldados. Más sutiles matadores, los oficiales que diseñaban estrategias y dirigían tácticas, aunque su voluntad desencadenaba muchas más víctimas. Se contaron también los que actuaron “en caliente”, cuando la opción era dar muerte o morir en combate; y la frialdad del torturador, que ejecutó con detenimiento.

    Finalmente, la muerte se presentó con una terrible variedad. Mientras algunos sufrieron –o quizá gozaron– la muerte rápida de un tiro certero, para otros la agonía se alargó en una herida fatal. Peor aún, en algunos el dolor precedió largamente a la muerte: el dolor violento de la tortura al cuerpo, el dolor terrible de ver destruidas la familia y las esperanzas; la angustia de saber que, cuando llegara la muerte como alivio, no quedaría nada ni nadie para recordar, porque los demás habrían muerto también.

    Ante el hecho básico y universal de la maldad de la muerte causada, son la forma y diversidad las que marcan las gradaciones morales. Cuesta poco excusar al soldado que mata desde la distancia a un enemigo impersonal, pues a eso le han mandado. Pintamos de gloria la muerte del combatiente que empuña un arma y por ello cae ante un contrincante igualmente armado.

    Por el contrario, nos duele la muerte de quien no la ha buscado y no se ha podido defender. Nos espanta el dolor prolongado de la víctima, más nos horroriza el cuidado del torturador, y nos escandaliza cuando alguien mata a un gran número.

    En morir todos somos iguales. Es en la terrible variedad de actores, víctimas, formas y circunstancias que se marcan las diferencias al juzgar al perpetrador. Cuando las condiciones se acumulan –matar a sangre fría, matar al desarmado, prolongar la agonía, matar la esperanza más que sólo el cuerpo, y matar habiendo sido encargado de defender a la víctima– es imposible hablar de una muerte más.

    Todas las muertes durante la guerra fueron malas, y todos los muertos merecen memoria. Pero no todas las muertes fueron iguales. Matar no está bien, pero matar mal es peor. Es por ello que los militares responsables de las masacres reciben hoy una especial y justificada primera atención. Ellos fueron encargados de defender a los guatemaltecos. Quienes entre ellos causaron muerte con deliberación a numerosos ciudadanos desarmados, procurando su mayor dolor y la pérdida de toda esperanza, escogieron abrir una brecha insalvable entre esas muertes y cualquier otra. Es esa brecha la que reclama justicia, no revancha. Restituir la igualdad ante la muerte le urge a nuestra patria. Le urge para construir un presente y un futuro en que podamos decir con firmeza, y sobre todo con certeza: nunca más.

    Original en Plaza Pública

  • El Discurso (II)

    Primera parte

    Tercera parte (final)

    Tres grandes pactos

    Tenemos razones para ser cínicos al respecto de los pactos.

    Luego de establecer sus principales objetivos y sus principales retos, quiso el Presidente explicar cómo conseguirá el “profundo cambio estructural” que ofreció.

    Planteó para eso tres pactos: un pacto por la paz, la seguridad y la justicia; un pacto contra el hambre; y un pacto por el desarrollo económico y el ordenamiento fiscal. El pacto de paz, seguridad y justicia, es un compendio exhaustivo de acciones ancladas en su más clara oferta de campaña: el combate a la delincuencia. Enfocado en una reforma policial y de inteligencia que ofrece imbricar más al ejército en la seguridad civil, sin embargo extendió el Presidente el concepto hasta comprender la seguridad contra el hambre -aunque volvería luego sobre el tema- y la prevención de desastres. Quizá la oferta más llamativa, aunque ambigua se dió cuando indicó estar dispuesto “a hacer cualquier sacrificio para defender la vida de todos los guatemaltecos y guatemaltecas” (cursivas mías).”

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  • El discurso (y III)

    Primera parte

    Segunda parte

    Y todo lo demás

    Urge, entonces, un plan que operativice estas y muchas otras buenas intenciones.

    Entrega anterior: Tres grandes pactos

    Explicados los tres pactos, pasó revista el presidente a una serie de temas importantes, aunque presentados de forma desordenada. Un bloque específico lo constituyeron un compendio de términos sobre la forma de hacer gobierno con los que nadie podría pelearse, pero que desafortunadamente destacaron por su vaguedad: gobierno electrónico, auditoría social interna, transparencia, reordenamiento de las finanzas públicas, reestructuración del servicio civil, calidad del gasto, efectiva rendición de cuentas.

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  • El discurso (I)

    Segunda parte

    Tercera parte (final)

    El Presidente ha señalado bien que el cambio no vendrá sin la contribución de todos.

    Leer el discurso de toma de posesión es importante para todo ciudadano. En este país de pocos planes y menos explicaciones, la palabra empeñada puede ser más valiosa que un contrato firmado, y exigir lo ofrecido la mejor forma de ejercer ciudadanía.

    El Presidente no perdió tiempo para ir a lo sustantivo. Ya en el segundo párrafo, pasados los agradecimientos, señaló sus temas clave. Seis son sustantivos -la paz, la justicia, la seguridad, el desarrollo integral para los más necesitados, y el desarrollo económico para todos- y tres adjetivos, de medios: la transparencia, la gestión por resultados concretos, y el combate a la corrupción. Tampoco tardó en vincular la negociación del presupuesto con el fortalecimiento fiscal, pidiendo “un esfuerzo fiscal-integral (…) al que todo [sic] contribuyamos de forma equitativa.”

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  • Hoy sí, sin excusas

    La indiferencia es un lujo que ya no podemos darnos los guatemaltecos.
    El 2011 fue un año generoso para quienes queremos una mejor Guatemala. La campaña electoral, tachada de costosa, con un inicio precoz y ofertas de poca calidad, sirvió también para activar voces ciudadanas, cada vez con más claridad, cada vez con más insistencia.

    Fue alentadora la voz creciente de una clase media urbana, tradicionalmente silenciosa e indiferente ante el quehacer político. Su huella está en la efervescencia de blogs y columnas de opinión –esta incluida– que han surgido en la oportunidad, señalando necesidades, ofreciendo propuestas y denunciando errores. Plaza Pública es, ella misma, buque insignia de esos esfuerzos que combinan juventud, seriedad y voluntad de cambio.

    Sin embargo hoy, cuando las elecciones ya son historia antigua, y los nuevos gobernantes se aprestan a tomar su cargo, nos hemos quedado sin el acicate diario de la publicidad electoral para recordarnos que la cosa ya no puede seguir igual, que toca hacer algo al respecto. Este es un momento de riesgo, pues es fácil regresar a la indiferencia, dejar que otros decidan y hagan; y cuando, en tres años empiece la nueva campaña, sorprendernos por lo mal que van las cosas.

    Este es un momento de riesgo, pues hemos sido los chapines supremos maestros de la excusa. La historia de dolor y penuria de los más pobres en este país siempre encuentra una causa fuera de nosotros mismos: fueron los gringos quienes derrocaron a Árbenz, fueron los comunistas que sublevaron a la gente en el Altiplano, son los socialistas corruptos en el gobierno quienes nos quieren quitar el dinero con más impuestos, es por los políticos que la cosa pública no camina, es por los complots de la burguesía que los candidatos de izquierda no tienen arrastre, son los indígenas quienes no progresan por no aprender español, son los pobres los culpables por no trabajar (¡y Sandra Torres, qué lejana suena ya, por alcahuetearlos!). Siempre alguien más es el responsable de los problemas, nunca yo. ¡Qué lindo!

    Demos vuelta al espejo, y veamos lo que somos. Aunque los Estados Unidos, al decir de Bolívar, hubiese plagado “…la América de miseria en nombre de la libertad”, fueron chapines quienes abrieron la puerta a la invasión en 1954. A pesar de la voluminosa evidencia que muestra que aprender la primaria en el idioma materno es la mejor apuesta para una educación exitosa, es por chapines que la educación bilingüe sigue siendo marginal –sí, marginal– en el Ministerio de Educación.

    ¿Y quién cree que ha dejado a los más pobres sin tierra o mercados para tener una vida digna? Somos chapines los que ponemos y quitamos partidos políticos sin ideología, somos chapines los miedosos que no hacemos crecer la economía, los que evadimos los impuestos; y chapines los que no nos metemos a política, o hacemos trampa estando en ella.

    En tres días, Otto Pérez Molina, sus ministros y una nueva camada de diputados y alcaldes se erigirán en nuevas y perfectas excusas para que digamos “no fui yo”. Sin embargo, la indiferencia es un lujo que ya no podemos darnos los guatemaltecos. No basta con señalar a otros. Toca, sin excusas ni pretextos, involucrarse. En este 2012, en este nuevo período de gobierno, ¿tendremos usted y yo las agallas de participar en una manifestación, en vez de quejarnos porque siempre son los maestros los que dejan de dar clases para salir a la calle? ¿Tendremos usted y yo una pancarta frente al CACIF exigiendo que no obstruyan el necesario financiamiento del Estado? ¿Nos comprometeremos desde ya y por los siguientes 25 años al mismo partido político? ¿Denunciaremos y perseguiremos las corruptelas de funcionarios grandes y pequeños, o las aprovecharemos para beneficiarnos también? ¿Exigiremos que el ejército se limite con estricto apego a su mandato? ¿Usaremos el Facebook y el Twitter solo para compartir fotos de nuestras mascotas, o también para organizar a amigos, vecinos y desconocidos en pos de una auditoría social efectiva?

    Así que dele esta bienvenida al nuevo gobierno: a partir de hoy, no se queje, no se deje. ¡Actúe!

    Original en Plaza Pública

  • Menos ruido y más nueces

    Mi Familia Progresa ha sido la iniciativa del gobierno criticada de forma más estridente. Mientras que ante al problema de la violencia las quejas se han centrado en la poca eficacia del gobierno, en el caso de Mi Familia Progresa paradójicamente los reproches se fijan en lo que sí se hace. Un reproche importante se ha vertido sobre los valores que ello representa.

    El éxito de los programas de transferencias monetarias condicionadas está ligado a la calidad de los servicios a los que asisten los beneficiarios.

    Esto no es banal. En una sociedad donde lo usual es la ineficacia gubernamental, aquí tenemos el caso contrario: aunque están pasando cosas, la crítica no cesa.

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