Tag: gobierno

  • Necesitamos señales creíbles de cambio

    Escéptico yo, tendré que ver cosas más concretas, un Presidente y un partido que hacen las cosas que cuestan.

    En la sabana africana, los machos de las gacelas se acercan peligrosamente a los leones, y brincan frente a ellos, retándolos. Con ello demuestran que están en buena condición física y que son partido idóneo para las hembras. De paso avisan al león que no vale la pena perseguirlos. Sólo los que van en serio se pueden dar el lujo de hacer alarde, pues si el león se levanta, tocará correr.

    El ejemplo ilustra lo que han sabido los biólogos por algún tiempo: las señales sólo son creíbles si son costosas. Igual en los asuntos de Estado: para ser creíbles, hay que hacer cosas que cuestan, pues como se suele decir, hablar es fácil.

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  • El diputado

    Hoy, ahora, aquí, piense lector o lectora en ese tramposo que conoce en la universidad, el trabajo, la familia o el vecindario.

    Hace década y media me estrenaba como profesor de postgrado en una universidad privada. Como no es inusual en esas circunstancias, detecté un caso de plagio entre estudiantes. El asunto era más que obvio. Dos trabajos eran prácticamente idénticos. El copión no se había tomado siquiera la molestia de modificar el texto del colega que, a sabiendas o bajo engaño le había dado su original.

    Recién regresado de formarme en una universidad gringa, donde esto del plagio es pecado mortal, no me costó tomar la decisión: un cero en la tarea para ambos involucrados. Como el copión no tenía un desempeño notable en el resto de tareas, esto significó que perdiera el curso que yo dictaba. Del que dio copia ya no recuerdo mayor cosa.

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  • El dilema del funcionario ético

    Con cariño, admiración, agradecimiento y respeto a los atrevidos, pero sin dejar que olviden: memento mori.

    Está el domador ensayando dentro de la jaula con los leones, ocupado con la silla y el látigo. Uno de los leones está más irritable que de costumbre, y él sabe bien que basta un instante de descuido para terminar como hilachas en esas fauces terribles.

    Entonces se acerca su esposa a avisarle que está listo el almuerzo. Irritado le responde –¡¿no ves que estoy un cachito ocupado aquí?! –Bueno– responde ella, –¿y quién te puso allí en primer lugar?

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  • Detener la peña o marcar el cambio

    Me pregunto si hoy se están poniendo las bases para la Guatemala que vivirán mis hijos a los 40 años, o simplemente tapando las grietas que se crearon mientras ellos crecían.
     
     
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  • La oportunidad perdida

    Pudo ser El Enorme, y enfrentar violencia con paz, pero escogió escalar el conflicto y confirmar la desigualdad. Pudiendo ser el último líder de la guerra, prefirió ser otro líder de la guerra y ceder la oportunidad.

    Hay momentos que se nos presentan como coyunturas decisivas: son esos momentos que, vistos en retrospectiva, reconocemos como definitorios de lo que vendría después. Algunos los ven como pruebas. Otros, como oportunidades.

    Oportunidades para que luego, en palabras de León Gieco, no se diga de nosotros que quedamos “sin haber hecho lo suficiente”.

    Para la mayoría, estos momentos clave, cuando debemos dejar de hacer lo obvio y escoger lo difícil, ocurren en privado. Para quienes se lanzan a la lid pública, más temprano que tarde, la oportunidad para dejar huella se da a plena luz del día, a la vista de todos. Al popularísimo expresidente brasileño Lula da Silva esto le pasó en las elecciones de 2002: pudiendo seguir con un estilo de izquierda estridente, escogió moderarse, abrazó al empresariado aún en medio de la crítica, llegó a la presidencia y terminó de transformar Brasil en lo que hoy es.

    Otro tanto ocurrió con Nelson Mandela en Sudáfrica. Con 27 años de cárcel injusta a cuestas, escogió la reconciliación antes que la venganza en un país plagado de racismo. Más sorprendente aún fue el caso de Frederik de Klerk, último presidente de la Sudáfrica del apartheid, que a contrapelo de su partido, supo desmantelar el sistema de privilegios que tan bien le servía, y sentarse con Mandela para construir una democracia multirracial.

    Más cerca de casa, a nuestro Presidente se le presentó ya una primera prueba y oportunidad. Sin embargo, quien en su inauguración dijo soñar con que la suya fuera “… la última generación de la guerra y la primera generación de la paz en Guatemala” dejó pasar la oportunidad. Esa frase, quizá la más inspirada y la más inspiradora de su discurso, quedó sin contenido cuando confirmó el ciclo perenne de abuso, descuido, desesperanza, violencia y represión. Enfrentó la prueba y falló. Pudo devolver violencia con paz, pero escogió escalar el conflicto y confirmar la desigualdad. Pudiendo ser el último líder de la guerra, prefirió ser otro líder de la guerra y ceder la oportunidad.

    Pudo ser Otto, El Enorme, y aprovechar su legitimidad con el ejército para definir una nueva forma de hacer gobierno con los más pobres, los más frustrados y los más desesperanzados, pero escogió ser uno más, perdido en un mar de iguales. El primer presidente militar escogido en democracia plena y sin guerra desde Árbenz pudo, ya sin las suspicacias enfermizas de la Guerra Fría, confirmar lo que significa ser “Soldado del Pueblo”. Pero prefirió ser General de la Élite.

    Con un optimismo poco justificado, quiero pensar que no todo esté perdido, que quizá pese más el sentido que la pulsión de corto plazo. El arco que se torció hace más de medio siglo, hoy exige ser enderezado. Timothy Garton Ash puntualizó muy bien el reto, cuando se refirió al papel de Gorbachov en el desmantelamiento de la Unión Soviética como “un luminoso ejemplo de la importancia del individuo en la historia”. La cuestión no es solo de coyunturas, hidroelectricidad, líderes comunitarios exasperados o soldadesca. Es una pregunta de justicia y una pregunta de historia. Es una pregunta sobre el lugar que Pérez Molina quiera ocupar en ella.

    Original en Plaza Pública

  • Malos y Buenos

    Malos: los necios que dicen que el problema está en que los pobres no tienen acceso a tierra. Buenos: los que mejor reportan sobre el día de la madre que decir mucho sobre un municipio huehueteco. Si tan buenas que son las madrecitas.
    Buenos: los que se indignan porque se dude de Ricardo Arjona, ¡y encima tan lindos los paisajes de fondo de su anuncio!Malos: los que armaron Mi Familia Progresa, no tanto por corruptos, sino porque crean dependencia en los pobres. Malos: los académicos que cuestionan que el arte se use para vender gaseosas. Malos: los necios izquierdosos que siguen defendiendo a la shumada de manifestantes.

    Buenos: los que mancharon la cara de la estatua de don Tasso en la Sexta Avenida para expresar las demandas populares. Bueno: el alcalde de la capital, que le puso playeras verdes a los voluntarios que salieron a limpiar la Sexta después de que la mancharan los expresivos manifestantes.

    Buenos: los que ponen posts motivacionales en el Facebook. Buenos: los que cuestionan las investigaciones de la CICIG sobre el caso Rosenberg, aunque haya un montón de evidencia, porque nunca se sabe, usté. Bueno: el sector productivo que nos da de comer a todos, así que agradezcamos, y mejor si es con exenciones fiscales. Buenos: los que con puño firme llevan los destinos de la nación, así sea sin consultar.

    Malos: los mano-aguadas que con voz apagada dejan que en la prensa se diga cualquier cosa de ellos sin pagar violencia verbal con violencia física, por cobardes. Malos: los vividores de las ONG, que andan con plata extranjera metidos con los campesinos. Comunistas han de ser. Malos: los que no creen en Dios y les dicen a las jóvenes que usen anticonceptivos. Al infierno irán a parar por insinuar que tengan sexo.

    Buenos: los que saben que la solución de todos los problemas de la educación está en los colegios y universidades privadas. Buenos: los que defienden a la Tricentenaria Universidad de San Carlos, así nomás, por vieja. La autonomía es más importante que una pinche calidad académica. Buenos: los técnicos que no se meten en política, porque es más importante la institucionalidad que el cambio.

    Malos: los necios que dicen que el problema está en que los pobres no tienen acceso a tierra y medios de producción para salir de la pobreza. Ya quedó claro que aquí reforma agraria, nunca. Malos: los diplomáticos europeos metiches, y el presidente del Banco Mundial, que andan criticando lo que pasa aquí. Que no se metan. Al fin, razones tendremos los chapines para no decirlo.

    Malos: los que viven en un cañaveral, ante el engaño persistente de una empresa y la sordera del gobierno. ¡Péguenle fuego a sus champas! Malos: los que se abalanzan contra un destacamento militar, exasperados ante la intimidación de una empresa y la sordera del gobierno. ¡Cácenlos como animales, son peligrosos! Además, ni derechos tienen, ya nos lo aclaró la autoridad.

    Buenos: los que salen a poner orden en un pueblo desesperado. No con policía, sino con soldados. Buenos: los que dirigiendo periódicos, mejor reportan sobre el día de la madre que decir mucho sobre lo que pasa en un municipio huehueteco. Ay, si tan buenas que son las madrecitas.

    Malos los que critican, los que cuestionan, los que resisten; lo que no se conforman, los que quieren cambio. Buenos los que callan, los que no miran y no preguntan. Buenos los que aceptan y agradecen. ¿Entendió? Ahora vaya a postear la foto del perro en Facebook, y deje de hacer preguntas.

    Original en Plaza Pública

  • Ser ciudadanos es hablar y actuar

    La dinámica básica de la democracia la establecen el derecho y la irrenunciable necesidad de los ciudadanos de hablar entre ellos y con el poder.

    Por al menos cuatro décadas, Guillermo O’Donnell fue referente obligado para todo aquel que quisiera entender la administración pública y la burocracia en Latinoamérica. Ejemplar del académico que tiende puentes entre culturas, alternó entre la cátedra en universidades de los Estados Unidos, su natal Argentina y otros países de Sudamérica. Reflejo, por origen y temporalidad, de los retos y necesidades que impuso la historia de Latinoamérica en la segunda mitad del siglo veinte, experimentó el silencio de la dictadura, los dolores de crecimiento de la democratización, y las complicadas relaciones de odio-amor con la federación del Norte. sin embargo, mostró estar a la altura del reto para plantear en su ejercicio académico respuestas atinadas y nuevas y acuciosas preguntas.

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  • ¿Servicios, derechos o funciones?

    Se me murió el caballo, justo cuando ya le había enseñado a vivir sin comer.
    El Estado, a través de instituciones como los ministerios de Salud, Educación, Comunicaciones o Gobernación, produce servicios clínicos, educativos, telefonía y carreteras o policía, entre muchos otros.

    Hay quienes ven esto como la totalidad del quehacer público, y su relación con los ciudadanos como una simple transacción comercial: pago impuestos, y con ello compro una cartera de servicios. Fácil, igual que ir a un banco o a un supermercado. Pago más, me da más; pago menos, recibo menos.

    De aquí se desprende la fórmula que sugiere que la privatización pueda ser siempre una buena solución: si hay un proveedor que me ofrezca salud, educación o policía a un precio más barato que la institución pública, ¿por qué escoger la opción más cara? Mejor privatizo, y que un proveedor especializado venda con mayor eficiencia y al mejor postor los servicios de salud, educación y demás. El gobierno de Arzú fue el más entusiasta exponente de esta visión.

    Sin embargo, la cosa es más complicada. Muchas actividades, más que “servicios”, son derechos. Recibir los beneficios de una maestra o una doctora no son simple contraparte a mi pago por sus servicios, sino una satisfacción que el Estado me debe por la simple razón de ser yo un ciudadano, así como lo son los demás, pobres o ricos. Tengo, tan solo por mi naturaleza y dignidad humanas, la expectativa de una vida decente, con oportunidades y medios para aprovecharlas. Al menos en principio, es el Estado la forma que tenemos el conjunto de ciudadanos para resolver esa expectativa.

    De esta segunda perspectiva se desprende el reconocimiento de que no siempre lo más barato es lo mejor, ni la capacidad de pago la única clave para acceder a un servicio. Ante la realidad de la desigualdad en los ingresos y las capacidades, las sociedades optan por subsidiar al más pobre a partir del más rico, o solidarizarse los mejor dotados con los menos afortunados. La Constitución enmarca esta visión, y los Acuerdos de Paz ensayaron darle más visibilidad para el caso guatemalteco.

    Sin embargo, hay una tercera dimensión en todo esto, más allá de las perspectivas del servicio y el derecho. Cuando vemos un negocio, sabemos que hay allí un dueño, quizá inversionistas, y aparte algunas personas –los empleados– que prestan los servicios de manera directa. En el caso de un hospital o un colegio privado, decimos que es “de fulano”, quien no necesariamente es médico o maestro. Curiosamente, cuando nos preguntamos dónde está el Estado, es fácil ver el servicio, pero no encontramos detrás a nadie más. Esto esconde dos hechos notables. El primero es que los “dueños” de un Estado no son sino sus propios ciudadanos (al menos cuando se trata de una democracia efectiva). El segundo es que el Estado no existe sino cuando hace cosas, cuando ejercita sus funciones.

    Entonces, el Estado no solo produce servicios, ni sólo reproduce a la sociedad en sus derechos. Además y a la vez, se reproduce a sí mismo en sus funciones. El Estado que llamamos Guatemala y del que nos consideramos ciudadanos, solo existe en la medida que se recrea en nosotros como beneficiarios de sus funciones de salud, educación, seguridad y tantas otras.

    Cuando a partir de los ochenta corrimos tras el espejismo de un servicio más barato y más eficiente en nombre de la privatización, con frecuencia negamos el derecho de los más pobres (que al fin, no tenían voz). A la vez, logramos pegarnos el tiro en el pie con gran puntería, al hacer desaparecer la función estatal. Es claro que el Estado ha dejado de existir allí donde faltan servicios para los pobres, donde no llegan las instituciones públicas y solo mandan caciques o narcos. Sin embargo, igualmente ha desparecido allí donde no hace falta usar servicios públicos, porque se tiene para comprarlos al sector privado.

    Hoy que la fortuna de los conservadores está al alza, quizá no sea casual que ya empecemos a oír nostálgicas referencias a la privatización de funciones clave como la educación, a pesar del radical anacronismo que ello implica, visto más allá del contexto guatemalteco. El problema es que ante la inexistencia práctica de Guatemala en muchas áreas de la vida, y las crecientes invitaciones al cambio a partir de los ciudadanos, ello exige creer en la magia como recurso de política. Pedir hoy más privatización es ponerse en la situación del arriero tonto: “se me murió el caballo, justo cuando ya le había enseñado a vivir sin comer”.

    Original en Plaza Pública

  • Los valores de nuestros padres

    Hoy ha caído un muro antes infranqueable, y esto no es un simple evento fiscal o económico.

    En su discurso de toma de posesión, el Presidente Pérez Molina dijo que “…hoy más que nunca necesitamos de la restitución de nuestros valores morales como la honradez, el respeto, reconocimiento positivo de nuestra diversidad, la plena inclusión de nuestros pueblos indígenas el trabajo arduo y la libertad”. [sic]

    No hace falta ir muy lejos en la experiencia, la memoria o la historia para reconocer que lahonradez, el reconocimiento de la diversidad y lainclusión de los indígenas escasamente han sido valores fundacionales de la cultura guatemalteca.

    Esta prestidigitación verbal y simbólica –apelar a una mitología, reclamar un injerto en la supuesta buena raíz de una sociedad y a la vez adherirle conceptos “políticamente correctos” que no le son propios–, es un recurso convencional en la retórica política, así que apenas deben sorprendernos las inconsistencias. Bien sabe el Presidente que la cultura tradicional guatemalteca no ha valorado la diversidad –excepto para el servicio doméstico–, nosotros lo sabemos, y él sabe también que lo sabemos. Así que aquí no hay nadie bajo engaño.

    Sin embargo, la ocasión sirve para reconocer un tema mayor, y es que los valores que hasta aquí han ensalzado los poderosos cada vez sirven menos para producir riqueza, no digamos ya justicia, gobernabilidad y paz. Esos valores que fundaron la Guatemala liberal, la que representamos en nuestra bandera con anacrónicos fusiles y sables, esos que algunos han buscado conservar a sangre y fuego a pesar de industrialización, intervención norteamericana, apertura al mercado mundial, Revolución del 44, 36 años de guerra civil y 15 de paz a medias, cada vez son menos útiles, más embarazosos, incluso para los hijos del privilegio.

    Esto comienza a ser reconocido, y para fortuna de todos. La apresurada aprobación de la reforma tributaria es muestra, aunque cueste aceptarlo. Que la intocable camarilla de alta empresa haya tolerado el cambio a los impuestos podrá responder por supuesto a una mayor cercanía con el gobernante actual que con el pasado, pero no solo es esto. Antaño ello no hubiera sido razón suficiente para tocar el tema y correr el riesgo de abrir una puerta que ahora usted y yo –clasemedieros urbanos de corazón y billetera- más vale sepamos mantener abierta y empujar a como dé lugar.

    Hoy ha caído un muro antes infranqueable: “el impuesto sobre la renta no es negociable”. Esto no es un simple evento fiscal o económico. Con él se comienza a resquebrajar un conjunto de auténticos valores guatemaltecos, esos que dicen, por ejemplo, que un oficial es intocable para la justicia, que el derecho a la propiedad es solo para los ricos, que los indígenas y los campesinos son ciudadanos de segunda clase, incluso que a los hijos les toca reproducir sin chistar los modos y maneras de sus padres, y que Guatemala es un caso aparte, que aquí ni las leyes de la física se aplican como en otras partes.

    El futuro se construye viendo hacia adelante, no hacia atrás. La justicia, la plena ciudadanía, los problemas del presente y de mañana, los tendremos que resolver con nuevas fórmulas, no con los chambones valores que nos trajeron hasta aquí. Ciertamente las soluciones que usaron otros en el pasado pueden servirnos de guías, pero nunca de receta. Que la primera carta del castillo de naipes haya sido removida por un presidente conservador y militar, solo lo hace más llamativo.

    Original en Plaza Pública

  • De selvas y torres celulares

    Pérez Molina quiere marcar distancia con su antecesor. ¿Tendrá la valentía y el nacionalismo para no actuar igual?
    Al visitar las islas de Cocos en el Pacífico, Darwin se sorprendió al ver que en los arrecifes de coral abundaba la vida, siendo el mar a su alrededor muy pobre en nutrientes. Sabemos ahora que esto se debe a la densa interrelación de especies en el arrecife mismo.

    Los peces mayores comen a los más chicos, los desperdicios de unos son alimento para otros y toda su riqueza descansa sobre la sutil interacción entre diminutos animales –los corales– cuyos esqueletos dan protección y soporte físico a los demás, y sus pares vegetales, que a fuerza de fotosíntesis convierten sol en biomasa.

    La selva tropical es igual. Su riqueza no está en la tierra, sino en la trama de mamíferos, aves, insectos, vegetales y microbios, que viven juntos y revueltos en los grandes árboles. Cuando el bosque se corta, la biomasa se cosecha como aparente riqueza –maderas finas y pieles de animales– pero tras una bonanza temprana lo que queda es incapaz de sostener un cultivo sin fertilizantes.

    Este empobrecimiento –pasar de riqueza autosostenida, a bonanza extractiva, luego a monocultivo y devastación final– sirve bien para entender lo que ha pasado con la gestión de las radiofrecuencias en Guatemala. La posibilidad de transmitir información –sonidos, imágenes, datos y demás– a través de las ondas de radio, y las leyes que regulan su uso, son para el caso la matriz en que se puede fundar un fértil ecosistema. Las grandes empresas de telecomunicaciones que dan acceso global, los cableros, fabricantes de antenas, vendedores de computadoras, programadores de software, cafés-Internet, proveedores de mantenimiento, escuelas digitales y servicios de tele-medicina son apenas algunas de las muchas “especies” que agregan valor social y privado en un ambiente que propicie su interrelación sostenible.

    En contraste, hasta aquí la gestión de radiofrecuencias se ha parecido a la depredación. La vigorosa privatización y desregulación que impulsó Arzú hace 15 años, produjo considerable bonanza. Los precios de las llamadas cayeron y los celulares se convirtieron en artículo de consumo básico. Muchos nos hemos beneficiado, incluyendo las empresas telefónicas.

    Sin embargo, la falta de previsión y la voracidad dieron al traste con las opciones de riqueza y diversidad sostenibles, al apostar por la “extracción” para unos pocos. Mucho se ha dicho sobre el remate a precios de quemazón que fue la subasta de radiofrecuencias en ese tiempo. Menos reconocido es que en ese remate se fue todo el bosque –tanto lo que debía venderse, como lo que debía permanecer intacto para el público. ¿Sabía usted que al conectar un dispositivo Bluetooth, en sentido estricto infringe la ley, pues el derecho a la radiofrecuencia que usan tales equipos fue vendida a un propietario privado? ¿Sabía usted que las radiofrecuencias que en otros países quedan a disposición del Estado para atender necesidades sociales, como la interconexión de escuelas y servicios de salud, también quedaron en manos de un mejor (mal) postor? ¿Está consciente que hay radiofrecuencias no usadas en 15 años, que tampoco pueden ser recuperadas, pues las concesiones y la propia Ley de Telecomunicaciones se escribieron de tal forma que es casi imposible demostrar el no-uso? Son auténticos baldíos.

    Hoy decrecen radicalmente las posibilidades de producción del ecosistema comunicacional. Urge introducir Internet en las escuelas, conectar las municipalidades y recolectar datos en puestos de salud, pero todo debe hacerse pagando caramente y al menudeo servicios que podrían ser casi gratuitos, y de paso generar muchos otros negocios de alto valor para el desarrollo local. Habiendo dejado las radiofrecuencias de utilidad pública –no son todas, ojo– en manos de actores privados, nos hemos pegado el tiro en el pie: cortados los árboles, ya no hay asidero para la sinergia saludable.

    Esta historia de autodestrucción podría enmendarse ahora, pues comienzan a caducar los primeros contratos de concesión. Sin embargo, los hechos son poco alentadores. Ya el gobierno de Colom cedió en una primera ronda de renovaciones, confirmando el trato desventajoso a cambio de contribuciones “voluntarias” (hoy suena conocido el término en torno a la minería). Pérez Molina quiere marcar distancia con su antecesor. ¿Tendrá la valentía y el nacionalismo para no actuar igual, cuando se presenten nuevas opciones de renovación? ¿Será la Superintendencia de Telecomunicaciones un auténtico regulador, o simple pelele de algunos? Hoy nadie explota las posibilidades, nadie puede explotarlas, y todos perdemos. A menos que se haga valer el interés nacional, nos esperan otros 15 años de ventajas para muy pocos, y oportunidades perdidas para todos los demás.

    Original en Plaza Pública

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