No hace tanto, antes de la internet, organizar un viaje internacional era muy retador. Alinear transporte, hospedaje y dinero exigía una buena dosis de conocimiento y bastante paciencia.
Encontrar y reservar asientos en un vuelo era tarea para especialistas que manejaban Sabre, un arcano sistema informático de la década de 1950. Pagarlos —al menos para una familia de clase media— exigía muchos meses de ahorro. Hacer que eso empatara con hoteles, horarios de bus o renta de auto era laborioso. Y antes de partir estaba siempre el ritual de los cheques de viajero. Impresos en papel moneda crujiente y de tinta realzada, debía uno firmar cada cheque ante la mirada del agente de viajes o en el banco y otra vez cuando se usara. Siempre se temía que las firmas no coincidieran y el cheque resultara inválido. Daba cierto orgullo recibir al fin el fajo de cheques empacado en su carterita plástica, que escondíamos en bolsillos interiores o hasta en cinturones secretos, junto con los boletos de avión misteriosamente impresos en copias de un delgado papel carbón rojo.
(más…)