Entre 2015 y 2018 los miembros más poderosos de la élite económica en Guatemala decidieron detener la persecución judicial a la que se habían hecho acreedores por corruptos. Eso exigía desechar a la Cicig y las capacidades de investigación policial y justicia que en la última década había desarrollado el Estado con su ayuda.1
Decidieron que valía la pena descarrilar el sueño, expresado por la multitud en las protestas de 2015, de que los guatemaltecos merecen vivir en un régimen de justicia y derecho. Por supuesto que no lo merecemos —dirían— si el precio es admitir que entre los ricos y poderosos hay auténticos canallas y criminales.
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