En Guatemala, hay instituciones que tienen estatus privilegiado. Son entes que vienen con escudo incorporado, como las iglesias o los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Al ser por definición intocables, quienes detentan su poder no necesitan explicar su privilegio. Simplemente apuntan a su estatus excepcional, y allí termina la discusión.
El CACIF es uno de estos casos: no nos preguntamos por qué deba estar en tantas Juntas Directivas institucionales, simplemente así es. La universidad es otro caso. En torno a los incidentes violentos que ha experimentado en días recientes la USAC, la discusión con frecuencia termina en ideología, y en silencio. Por un lado están los neoliberales militantes, que la atacan nomás por su obsesión de sacar al Estado del radar social y de paso terminar de convertir la educación superior en otro mercadito más. Por el otro están los que blanden lugares comunes como argumentos: “la tricentenaria”, como si la edad fuera razón suficiente y, por supuesto, la consabida “autonomía”.
Quizá los tiempos estén maduros para una discusión más seria y sin tabús. Más gente comienza a ver a la cúpula empresarial como lo que es: un simple cartel que abusa su posición de ventaja. El fisco –que es del conjunto de la sociedad– les comienza a quitar cancha, aunque sea un centímetro a la vez. Igual toca cuestionar la forma en que abordamos como sociedad la educación superior. La autonomía universitaria es una conquista social. Como tal es a la vez una concesión del Estado a una institución en lo particular. Al haber degenerado esa concesión en patente de corso para toda suerte de desmanes, tenemos los ciudadanos el derecho de revisar –tanto en el sentido de examinar con atención, como en el de replantear y modificar–, los términos de la concesión.
En materia de interés público, como sin duda lo es la educación superior, incluso los proveedores privados deben sujetarse a la regulación del Estado. Cuánto más en el caso de la universidad pública. Esto no es una autorización para invadir la autonomía necesaria para cumplir con su responsabilidad. Por la misma razón debe el Estado activamente garantizar la libertad académica en toda universidad, privada o pública. Más bien, es exigir que se cumplan los términos de la promesa de la universidad a la sociedad. ¿Acaso el situado constitucional a la USAC, 5% del Presupuesto de la Nación, es un regalo a ojos cerrados?
Seguramente hay formas para inducir cambios. Va un ejemplo sacado de la manga: en vez de una universidad única, podríamos tener un sistema de universidades públicas regionales, que compitieran entre ellas por los estudiantes. El situado constitucional se distribuiría entre ellas en función del volumen de su matrícula u otros criterios, como el volumen de la población regional o la producción de graduandos. Todas se verían obligadas a crear cambios para atraer estudiantes, que ya saben reconocer la calidad cuando se les da la información, y la oportunidad.
Esto, como cualquier otro cambio de fondo, sería un asunto de reforma constitucional, y aquí nos topamos con un importante escollo. Reformar la universidad es responsabilidad de la comunidad universitaria, pero sus líderes carecen de los incentivos. Exigir una reforma es potestad del Congreso, como representación de la ciudadanía, pero el Legislativo es, literalmente, una cueva de ladrones. ¿Cómo conseguir buenos resultados con malas piezas?
Sirve aquí el concepto del enroque, que en el ajedrez permite mover al rey y a una de las torres, en una sola jugada. Dos posiciones malas sí pueden dar resultados positivos, cuando los intereses de cada uno se contradicen lo suficiente como para obligar a todos a ceder terreno. Por ejemplo, sabemos que la reforma del sistema de partidos políticos es urgente, pero no conviene a los legisladores. Una reforma universitaria que descentralizara el financiamiento y la gestión de la universidad podría ser un atractivo incentivo a la base de poder de los diputados distritales (los que no vivan del narco, dicho sea de paso).
Quizá lo que toque, en vez de buscar reformas únicas y monotemáticas en la Constitución, las leyes y las instituciones del país, sea buscar reformas aparejadas. Vale la pena hacer el judo político, más suave pero más eficaz, que compense el interés de los diputados distritales con la oferta de llevar la universidad al nivel local. Vale la pena quizá dejar de ser miopes, reunir reformadores universitarios con reformadores políticos, y hacer frente común.
Original en Plaza Pública