Tag: desarrollo

  • Ser ciudadanos es hablar y actuar

    La dinámica básica de la democracia la establecen el derecho y la irrenunciable necesidad de los ciudadanos de hablar entre ellos y con el poder.

    Por al menos cuatro décadas, Guillermo O’Donnell fue referente obligado para todo aquel que quisiera entender la administración pública y la burocracia en Latinoamérica. Ejemplar del académico que tiende puentes entre culturas, alternó entre la cátedra en universidades de los Estados Unidos, su natal Argentina y otros países de Sudamérica. Reflejo, por origen y temporalidad, de los retos y necesidades que impuso la historia de Latinoamérica en la segunda mitad del siglo veinte, experimentó el silencio de la dictadura, los dolores de crecimiento de la democratización, y las complicadas relaciones de odio-amor con la federación del Norte. sin embargo, mostró estar a la altura del reto para plantear en su ejercicio académico respuestas atinadas y nuevas y acuciosas preguntas.

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  • Educación para el trabajo: un camino sin señales

    La formación para la vida y para el trabajo no se contradicen, y asegurar la vinculación entre educación y trabajo no es un asunto solo de educadores.

    Hace años en la Calzada Roosevelt había un rótulo que decía: “a México frontera”. Estrictamente era cierto, pues de allí eventualmente se llegaría al vecino país. Sin embargo, muchas cosas tendrían que salir bien para que esa primera señal fuera útil.

    Igualmente hay una señal en camino a Occidente desde la Capital –creo que está en Cuatro Caminos– que más que rótulo, es un auténtico mapa. Una multitud de trazos hacen inútil su información al conductor, excepto si se detiene a la orilla de la carretera. Ni la vaguedad, ni el exceso impertinente permiten al viajero tomar decisiones. A veces el problema es que simplemente ¡no hay señales! Llegar a un destino específico exige suerte, pedir instrucciones en el camino y muchos virajes equivocados.

    Algo parecido enfrentan los jóvenes en Guatemala al querer formarse para el trabajo. Aquellos que tienen los recursos para acceder al diversificado y la universidad enfrentan un futuro laboral vago, confuso e incluso desconocido a los 14 o 15 años. Con frecuencia la elección de carrera se reduce a imitar a los padres: como papi es contador, la joven quiere estudiar economía, y el viaje se reduce a pedir consejo al que ya pasó antes por el mismo camino.

    Para otros la situación es más perversa. El trabajo obliga a escoger escuela o carrera simplemente por estar disponible por las noches o en fin de semana. Es como un capitalino que decida ir a Amatitlán en vez de la Antigua porque la Roosevelt está tapada, no porque tenga asuntos que tratar en aquel lugar.

    Luego están los que cursan algunas carreras por tradición. Víctimas ejemplares son la legión de abogados en ciernes, que pasan años en un limbo de requisitos, muchos sin perspectiva de graduarse jamás, dedicados a cualquier cosa menos la materia respectiva.

    Finalmente, son muchos los que escogen “carreras laborales de nombre simple” (médico, abogado, economista, psicólogo) que es como viajar solo a las cabeceras departamentales, habiendo tantos destinos que podrían dar más satisfacción y tener mejor mercado (técnico en salud rural, investigador en criminalística, asesor fiscal, investigador en neurociencia y tantos otras “carreras de nombre compuesto”), pero de las cuales se desconfía o que las universidades no ofrecen.

    El nuevo gobierno ha identificado la formación de los jóvenes como una prioridad, y lo es. El Ministerio de Educación se esfuerza por reducir el caos de los muchos “bachilleratos técnicos” que engañan con promesas de especialización precoz, y algunas universidades comienzan a ampliar y flexibilizar su oferta. Pero esto es apenas el principio.

    Ayudar a una nueva generación de jóvenes que se embarcan en la formación laboral exige darles señales claras sobre el camino a seguir. Necesitan información sobre tendencias en las empresas y la economía (en última instancia, la fuente de los empleos), para enriquecer sus aspiraciones y facilitarles la toma de decisiones. Es urgente revestir de calidad educativa y buena reputación las actividades profesionales no-académicas (desde plomería o mecánica hasta las carreras técnicas más alambicadas), y así evitar que tantos jóvenes se despeñen por la ilusión de ser “licenciados” en unos conocimientos que nunca aplicarán.

    Deben reducirse las barreras al acceso, flexibilizando más horarios y currículos en el diversificado y las carreras universitarias, ofreciendo becas, estipendios y créditos educativos; y las barreras a la permanencia, retirando requisitos onerosos e improductivos, como tantas tesis de licenciatura, que sin enriquecer el acervo investigativo garantizan que muchos cierren pénsum pero nunca se gradúen.

    Sobre todo, es necesario configurar claramente y garantizar los cursos de carrera que llevan al empleo formal o el emprendedurismo –esas combinaciones de bachillerato, curso técnico y pasantía que recorridas por un joven desde el básico desemboquen en empleo formal–; y fortalecer la orientación enfocada en el empleo a manos de asesores vocacionales, maestros y voluntarios que ayuden a los jóvenes a trazarse un curso de carrera para el empleo.

    La formación para la vida y para el trabajo no se contradicen, y asegurar la vinculación entre educación y trabajo no es un asunto solo de educadores, sino de desarrollo sostenible. No es responsabilidad exclusiva de un INTECAP, el Ministerio de Educación o las universidades; en esto debe involucrarse de lleno y temprano al empresariado (que no significa solo CACIF, pues hay muchos y muy variados empleadores en este país). La alianza público-privada en la educación va mucho más allá de pintar escuelas o financiar universidades. Empieza por comprometerse unos a dar una educación con calidad y otros a facilitar acceso al empleo decente. Es proponerse ambos sectores a tender una carretera ancha y bien señalizada entre la escuela y el trabajo.

    Original en Plaza Pública

  • ¿Qué se necesita para acabar con el trabajo infantil?

    Quizá lo que nos haga mejores guatemaltecos sea dejar de ser tan buenos chapines.
    Hace dos meses que Plaza Pública sacó su reportaje sobre trabajo infantil*/ en la industria del azúcar en Guatemala. Parece eterno. Dos meses de trabajo extenuante para quién sabe cuánta gente.

    Seis, ocho, diez horas diarias de esfuerzo que usted y yo evitaríamos a toda costa. Y los niños siguen allí. En el azúcar, el café, las llanteras, las canteras y el mercado. En todos lados excepto la escuela.

    Mientras tanto, estrenamos Presidente, cambiamos a medias los impuestos, nos horrorizamos ante la muerte en llamas de un montón de presos en Honduras. Y los niños siguen allí. En el azúcar, el café, las llanteras, las canteras y el mercado. En todos lados excepto la escuela.

    Hace un par de semanas –día 40 del calendario desde que Plaza Pública nos escandalizó sobre el trabajo infantil– desde que escuché a la Ministra de Educación recordarle a los hijos del privilegio en la UVG –esos que incluyen a mi hija– que debían reconocer su buena fortuna y dedicarse a maestros, porque la patria los necesita. Y los niños siguen allí. En el azúcar, el café, las llanteras, las canteras y el mercado. En todos lados excepto la escuela.

    Hace semana y media que a alguien se le antojó que podía cuestionar a una gaseosa y a un cantante pop por endosarle a la víctima –el manido “chapín”– la responsabilidad de cambiar la patria. Hace semana y media que a un ejecutivo de mercadeo se le ocurrió la estúpida idea de censurar un programa de radio. Hace tres días que el cantante, haciendo gala de una desaprensión monumental, desperdició la oportunidad de elevarse por encima de la trifulca y apeló a los tépidos glúteos de sus críticos como sesudo argumento para descalificarlos. Y los niños siguen allí. En el azúcar, el café, las llanteras, las canteras y el mercado. Y el coro de entusiastas aplaudieron como focas la diatriba malhadada de aquel que yo tenía por intelectual del arte. Pero los niños siguen allí, en todos lados excepto la escuela.

    Hace nueve días que Joseph Kony, el maligno líder y secuestrador de niños del Lord’s Resistance Army saltó al estrellato global, luego de 27 años de atrocidades, gracias al video de Invisible Children. Apenas una semana en que una página de Facebook “KONY 2012 GUATEMALA” juntó efusivos y entusiastas 1,789 me gusta de chapines que ahora buscan pulseras a $10 (¡setenta y siete quetzales!), posters y playeras para mostrar su compromiso con los distantes y desdichados niños ugandeses. Y los niños trabajadores de Guatemala siguen allí. En el azúcar, el café, las llanteras, las canteras y el mercado. Y yo ineficaz me pregunto por qué sólo 65 gentes –ni siquiera el número de quienes llamo amigos y amigas– se apuntaron a mi pobre intento por llamar la atención al reportaje de Plaza Pública y sus tristes sujetos.

    Y me asombro porque el cantante le reclama a sus críticos si “hubiese sido mejor idea llevar una cámara y fotografiar cuanto cadáver nos encontremos (…) para enviar al mundo de manera redundante una imagen de nuestro país que es la que ya conocen”. Me asombro, porque la misma gente que aplaude su réplica se apunta entusiasta a mostrar los horrores goyescos de un asesino africano. Pero en medio de todo, los niños trabajadores de Guatemala siguen allí. En el azúcar, el café, las llanteras, las canteras y el mercado. En todos lados excepto la escuela.

    Así que tal vez, solo tal vez, lo primero que nos haga falta para acabar con el trabajo infantil sea un poco de distancia. Una distancia africana, para vernos en todo lo patéticos, humanos, incompletos, vergonzantes y vergonzosos que somos. Una distancia de continente ignoto, para dejar de pensar que nos ha tocado la gracia y matar la ingenua arrogancia, cuando somos una piltrafa; para abandonar la sandez de pensar que basta con sonreír para cubrir la multitud de nuestros pecados. Una distancia para admitir que quizá lo que nos haga mejores guatemaltecos sea dejar de ser tan buenos chapines, y no maldecir al que nos critica. Una distancia para tomarlo en serio: ni un solo niño fuera de la escuela hoy, mañana, nunca. Alcaldes, ministros, presidentes/generales, “miralindas” de bolsa Gucci, cantantes de pop endulcorado a punta de mercadeo, universitarias, líderes campesinos en el Polochic; Widmans, Paices y Botranes, Castillos y Pulidos –¡hasta Alvarados!– que digan e insistan: ni un solo niño fuera de la escuela, ni hoy, ni mañana, nunca.

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    */ http://plazapublica.com.gt/content/trabajo-infantil-y-explotacion-labora…

    Original en Plaza Pública

  • Los valores de nuestros padres

    Hoy ha caído un muro antes infranqueable, y esto no es un simple evento fiscal o económico.

    En su discurso de toma de posesión, el Presidente Pérez Molina dijo que “…hoy más que nunca necesitamos de la restitución de nuestros valores morales como la honradez, el respeto, reconocimiento positivo de nuestra diversidad, la plena inclusión de nuestros pueblos indígenas el trabajo arduo y la libertad”. [sic]

    No hace falta ir muy lejos en la experiencia, la memoria o la historia para reconocer que lahonradez, el reconocimiento de la diversidad y lainclusión de los indígenas escasamente han sido valores fundacionales de la cultura guatemalteca.

    Esta prestidigitación verbal y simbólica –apelar a una mitología, reclamar un injerto en la supuesta buena raíz de una sociedad y a la vez adherirle conceptos “políticamente correctos” que no le son propios–, es un recurso convencional en la retórica política, así que apenas deben sorprendernos las inconsistencias. Bien sabe el Presidente que la cultura tradicional guatemalteca no ha valorado la diversidad –excepto para el servicio doméstico–, nosotros lo sabemos, y él sabe también que lo sabemos. Así que aquí no hay nadie bajo engaño.

    Sin embargo, la ocasión sirve para reconocer un tema mayor, y es que los valores que hasta aquí han ensalzado los poderosos cada vez sirven menos para producir riqueza, no digamos ya justicia, gobernabilidad y paz. Esos valores que fundaron la Guatemala liberal, la que representamos en nuestra bandera con anacrónicos fusiles y sables, esos que algunos han buscado conservar a sangre y fuego a pesar de industrialización, intervención norteamericana, apertura al mercado mundial, Revolución del 44, 36 años de guerra civil y 15 de paz a medias, cada vez son menos útiles, más embarazosos, incluso para los hijos del privilegio.

    Esto comienza a ser reconocido, y para fortuna de todos. La apresurada aprobación de la reforma tributaria es muestra, aunque cueste aceptarlo. Que la intocable camarilla de alta empresa haya tolerado el cambio a los impuestos podrá responder por supuesto a una mayor cercanía con el gobernante actual que con el pasado, pero no solo es esto. Antaño ello no hubiera sido razón suficiente para tocar el tema y correr el riesgo de abrir una puerta que ahora usted y yo –clasemedieros urbanos de corazón y billetera- más vale sepamos mantener abierta y empujar a como dé lugar.

    Hoy ha caído un muro antes infranqueable: “el impuesto sobre la renta no es negociable”. Esto no es un simple evento fiscal o económico. Con él se comienza a resquebrajar un conjunto de auténticos valores guatemaltecos, esos que dicen, por ejemplo, que un oficial es intocable para la justicia, que el derecho a la propiedad es solo para los ricos, que los indígenas y los campesinos son ciudadanos de segunda clase, incluso que a los hijos les toca reproducir sin chistar los modos y maneras de sus padres, y que Guatemala es un caso aparte, que aquí ni las leyes de la física se aplican como en otras partes.

    El futuro se construye viendo hacia adelante, no hacia atrás. La justicia, la plena ciudadanía, los problemas del presente y de mañana, los tendremos que resolver con nuevas fórmulas, no con los chambones valores que nos trajeron hasta aquí. Ciertamente las soluciones que usaron otros en el pasado pueden servirnos de guías, pero nunca de receta. Que la primera carta del castillo de naipes haya sido removida por un presidente conservador y militar, solo lo hace más llamativo.

    Original en Plaza Pública

  • De selvas y torres celulares

    Pérez Molina quiere marcar distancia con su antecesor. ¿Tendrá la valentía y el nacionalismo para no actuar igual?
    Al visitar las islas de Cocos en el Pacífico, Darwin se sorprendió al ver que en los arrecifes de coral abundaba la vida, siendo el mar a su alrededor muy pobre en nutrientes. Sabemos ahora que esto se debe a la densa interrelación de especies en el arrecife mismo.

    Los peces mayores comen a los más chicos, los desperdicios de unos son alimento para otros y toda su riqueza descansa sobre la sutil interacción entre diminutos animales –los corales– cuyos esqueletos dan protección y soporte físico a los demás, y sus pares vegetales, que a fuerza de fotosíntesis convierten sol en biomasa.

    La selva tropical es igual. Su riqueza no está en la tierra, sino en la trama de mamíferos, aves, insectos, vegetales y microbios, que viven juntos y revueltos en los grandes árboles. Cuando el bosque se corta, la biomasa se cosecha como aparente riqueza –maderas finas y pieles de animales– pero tras una bonanza temprana lo que queda es incapaz de sostener un cultivo sin fertilizantes.

    Este empobrecimiento –pasar de riqueza autosostenida, a bonanza extractiva, luego a monocultivo y devastación final– sirve bien para entender lo que ha pasado con la gestión de las radiofrecuencias en Guatemala. La posibilidad de transmitir información –sonidos, imágenes, datos y demás– a través de las ondas de radio, y las leyes que regulan su uso, son para el caso la matriz en que se puede fundar un fértil ecosistema. Las grandes empresas de telecomunicaciones que dan acceso global, los cableros, fabricantes de antenas, vendedores de computadoras, programadores de software, cafés-Internet, proveedores de mantenimiento, escuelas digitales y servicios de tele-medicina son apenas algunas de las muchas “especies” que agregan valor social y privado en un ambiente que propicie su interrelación sostenible.

    En contraste, hasta aquí la gestión de radiofrecuencias se ha parecido a la depredación. La vigorosa privatización y desregulación que impulsó Arzú hace 15 años, produjo considerable bonanza. Los precios de las llamadas cayeron y los celulares se convirtieron en artículo de consumo básico. Muchos nos hemos beneficiado, incluyendo las empresas telefónicas.

    Sin embargo, la falta de previsión y la voracidad dieron al traste con las opciones de riqueza y diversidad sostenibles, al apostar por la “extracción” para unos pocos. Mucho se ha dicho sobre el remate a precios de quemazón que fue la subasta de radiofrecuencias en ese tiempo. Menos reconocido es que en ese remate se fue todo el bosque –tanto lo que debía venderse, como lo que debía permanecer intacto para el público. ¿Sabía usted que al conectar un dispositivo Bluetooth, en sentido estricto infringe la ley, pues el derecho a la radiofrecuencia que usan tales equipos fue vendida a un propietario privado? ¿Sabía usted que las radiofrecuencias que en otros países quedan a disposición del Estado para atender necesidades sociales, como la interconexión de escuelas y servicios de salud, también quedaron en manos de un mejor (mal) postor? ¿Está consciente que hay radiofrecuencias no usadas en 15 años, que tampoco pueden ser recuperadas, pues las concesiones y la propia Ley de Telecomunicaciones se escribieron de tal forma que es casi imposible demostrar el no-uso? Son auténticos baldíos.

    Hoy decrecen radicalmente las posibilidades de producción del ecosistema comunicacional. Urge introducir Internet en las escuelas, conectar las municipalidades y recolectar datos en puestos de salud, pero todo debe hacerse pagando caramente y al menudeo servicios que podrían ser casi gratuitos, y de paso generar muchos otros negocios de alto valor para el desarrollo local. Habiendo dejado las radiofrecuencias de utilidad pública –no son todas, ojo– en manos de actores privados, nos hemos pegado el tiro en el pie: cortados los árboles, ya no hay asidero para la sinergia saludable.

    Esta historia de autodestrucción podría enmendarse ahora, pues comienzan a caducar los primeros contratos de concesión. Sin embargo, los hechos son poco alentadores. Ya el gobierno de Colom cedió en una primera ronda de renovaciones, confirmando el trato desventajoso a cambio de contribuciones “voluntarias” (hoy suena conocido el término en torno a la minería). Pérez Molina quiere marcar distancia con su antecesor. ¿Tendrá la valentía y el nacionalismo para no actuar igual, cuando se presenten nuevas opciones de renovación? ¿Será la Superintendencia de Telecomunicaciones un auténtico regulador, o simple pelele de algunos? Hoy nadie explota las posibilidades, nadie puede explotarlas, y todos perdemos. A menos que se haga valer el interés nacional, nos esperan otros 15 años de ventajas para muy pocos, y oportunidades perdidas para todos los demás.

    Original en Plaza Pública

  • Hoy pagamos el derecho de piso

    Yo les exijo que garanticen que los más ricos y privilegiados de nuestra sociedad también deban hacerse adultos y poner su parte en el bien común.

    Esto no le va a gustar, pero de todas formas se lo voy a decir. Hoy nos están apretando a los que más ganamos entre los asalariados y los profesionales con los cambios al ISR, y nos duele.

    ¡Claro que nos duele! Todos preferimos tener el dinero en el banco o a la mano, y decidir libremente para gastar hoy y aquí, en lo que queramos y cuando lo queramos.

    Sin embargo, no se engañe. Dinero contante y sonante no es prosperidad, si a cambio le toca poner a los hijos en un colegio privado –caro pero por lo menos bueno–, porque no hay escuelas públicas de calidad. Hoy le toca arriesgar la vida y la hacienda cada vez que sale a la calle, porque no hay policías profesionales. Entonces, ¿de qué sirve el dinero en la mano si el precio de tenerlo es una sociedad en harapos?

    Así que hoy nos está tocando a la clase media, a punta de legislación, hacernos adultos como ciudadanos contribuyentes, sí o sí. Ante ello es fuerte la tentación de responder con el tradicional, obtuso y manipulado “no a los impuestos”. Tras 50 años en que el CACIF nos ha metido con cuchara que lo que le conviene a los pocos le conviene a los muchos, esto nos sale muy natural. Sin embargo, sería perder una oportunidad dorada. Algo así como, habiendo cumplido los 18 años y pudiendo hacer cualquier cosa, escoger comportarnos como lo hacíamos a los siete. Así que, en vez de pedir el puré “Gerber” de un Estado mágico, que nos dé todo sin que nadie lo financie, mastiquemos las cuentas de lo que realmente toca hacer.

    Primero lo obvio: si vamos a pagar más, debemos exigir que se use mejor. Si me van a sacar más plata, yo de veras quiero ver esos policías (ojo, no soldados) patrullando calles, constituidos en servidores públicos, no en amenazantes mordelones. Si me van a sacar más plata, pues insisto en ver a todos los niños y niñas en la escuela aprendiendo, sin excusas. Si esperan mi conducta adulta como contribuyente, exijo políticas adultas. La universalización de la protección a la salud sería un buen comienzo. En suma: en la dimensión de Estado como servicio, si me van a hacer pagar más, insisto en recibir mejor servicio.

    Ahora bien, la oportunidad que le pinto tiene otra dimensión, aún más importante. El Estado no es simplemente un servicio que compramos al dar nuestro dinero al fisco. Oliver Wendell Holmes lo dijo de forma precisa: los impuestos son el precio que pagamos por una sociedad civilizada. Esto tiene al menos dos implicaciones importantes. Primero, la de la solidaridad. Si los guatemaltecos somos tan buenos y tan amables como nos gusta creer (“qué gusto verlo”, “¿en qué le puedo servir?”, “cuente conmigo”), debemos mostrarlo con hechos. No la limosna dada con asco al estar parados en un semáforo, sino la contribución constante y significativa para dar oportunidades y medios a los más pobres, que en esta patria son muchos. Esto es, más que una necesidad práctica, una obligación moral y una responsabilidad de ciudadanía.

    La segunda implicación tiene que ver con la equidad y la justicia: si unos vamos a pagar, esperamos que otros que tienen más, igualmente contribuyan más. Aquí es donde a nuestra clase media, a la que hoy se le está pidiendo más dinero, le toca tornarse adulta como actor político, ¡y actuar! Otto Pérez Molina me pide compromiso, y Pavel Centeno, su Ministro de Finanzas, correctamente lo traduce en que los impuestos se llaman así porque se imponen. Entonces, yo les exijo a ambos, con nombre y apellido, que igualmente garanticen que los más ricos y privilegiados de nuestra sociedad también deban hacerse adultos y poner su parte en el bien común. Quiero ver a mis mandatarios y mis representantes reflejar los intereses de la mayoría y rechazar las componendas, no importa cuántas sean las deudas de campaña que ellos contrajeron, no yo.

    ¿Se apunta usted a pedir lo mismo? Esto no es lucha de clases, es mayoría de edad ciudadana.

    Original en Plaza Pública

  • El discurso (I)

    Segunda parte

    Tercera parte (final)

    El Presidente ha señalado bien que el cambio no vendrá sin la contribución de todos.

    Leer el discurso de toma de posesión es importante para todo ciudadano. En este país de pocos planes y menos explicaciones, la palabra empeñada puede ser más valiosa que un contrato firmado, y exigir lo ofrecido la mejor forma de ejercer ciudadanía.

    El Presidente no perdió tiempo para ir a lo sustantivo. Ya en el segundo párrafo, pasados los agradecimientos, señaló sus temas clave. Seis son sustantivos -la paz, la justicia, la seguridad, el desarrollo integral para los más necesitados, y el desarrollo económico para todos- y tres adjetivos, de medios: la transparencia, la gestión por resultados concretos, y el combate a la corrupción. Tampoco tardó en vincular la negociación del presupuesto con el fortalecimiento fiscal, pidiendo “un esfuerzo fiscal-integral (…) al que todo [sic] contribuyamos de forma equitativa.”

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