Tag: ciudadanía

  • La rueda

    Se hace tan obvio que la distancia del “bien” al “mal” es tan, pero tan corta.
    Digan lo que quieran, pero el Facebook acabó con la privacidad. Sobre todo ha servido para mostrar los vasos comunicantes que existen entre personas, incluso entre las diferentes facetas de lo que somos y lo que quisiéramos ser.

    Les pongo un ejemplo, por aleccionador.

    En medio de dar resultados a la “mano dura”, la Policía ensaya publicar sus logros en el combate al crimen. Hace un día compartieron con todo el que quería enterarse: caen dos sicarios, uno de 19 años de edad, el otro de apenas 16.

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  • El diputado

    Hoy, ahora, aquí, piense lector o lectora en ese tramposo que conoce en la universidad, el trabajo, la familia o el vecindario.

    Hace década y media me estrenaba como profesor de postgrado en una universidad privada. Como no es inusual en esas circunstancias, detecté un caso de plagio entre estudiantes. El asunto era más que obvio. Dos trabajos eran prácticamente idénticos. El copión no se había tomado siquiera la molestia de modificar el texto del colega que, a sabiendas o bajo engaño le había dado su original.

    Recién regresado de formarme en una universidad gringa, donde esto del plagio es pecado mortal, no me costó tomar la decisión: un cero en la tarea para ambos involucrados. Como el copión no tenía un desempeño notable en el resto de tareas, esto significó que perdiera el curso que yo dictaba. Del que dio copia ya no recuerdo mayor cosa.

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  • No todo el que manifiesta tiene razón, pero todos tienen razones

    “¿Te gustan más los perros o los gatos? ¿Por qué?”. Un ejercicio simple con que podría desencadenarse a los siete años la carrera de un parlamentario.

    ¡Cómo han crecido los patojos, están enormes! Esta expresión, clásica entre familias amigas, refleja una realidad común: cuando el cambio es lento, es frecuente que no lo veamos, aún cuando quien no lo ha vivido lo note de inmediato.

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  • Malos y Buenos

    Malos: los necios que dicen que el problema está en que los pobres no tienen acceso a tierra. Buenos: los que mejor reportan sobre el día de la madre que decir mucho sobre un municipio huehueteco. Si tan buenas que son las madrecitas.
    Buenos: los que se indignan porque se dude de Ricardo Arjona, ¡y encima tan lindos los paisajes de fondo de su anuncio!Malos: los que armaron Mi Familia Progresa, no tanto por corruptos, sino porque crean dependencia en los pobres. Malos: los académicos que cuestionan que el arte se use para vender gaseosas. Malos: los necios izquierdosos que siguen defendiendo a la shumada de manifestantes.

    Buenos: los que mancharon la cara de la estatua de don Tasso en la Sexta Avenida para expresar las demandas populares. Bueno: el alcalde de la capital, que le puso playeras verdes a los voluntarios que salieron a limpiar la Sexta después de que la mancharan los expresivos manifestantes.

    Buenos: los que ponen posts motivacionales en el Facebook. Buenos: los que cuestionan las investigaciones de la CICIG sobre el caso Rosenberg, aunque haya un montón de evidencia, porque nunca se sabe, usté. Bueno: el sector productivo que nos da de comer a todos, así que agradezcamos, y mejor si es con exenciones fiscales. Buenos: los que con puño firme llevan los destinos de la nación, así sea sin consultar.

    Malos: los mano-aguadas que con voz apagada dejan que en la prensa se diga cualquier cosa de ellos sin pagar violencia verbal con violencia física, por cobardes. Malos: los vividores de las ONG, que andan con plata extranjera metidos con los campesinos. Comunistas han de ser. Malos: los que no creen en Dios y les dicen a las jóvenes que usen anticonceptivos. Al infierno irán a parar por insinuar que tengan sexo.

    Buenos: los que saben que la solución de todos los problemas de la educación está en los colegios y universidades privadas. Buenos: los que defienden a la Tricentenaria Universidad de San Carlos, así nomás, por vieja. La autonomía es más importante que una pinche calidad académica. Buenos: los técnicos que no se meten en política, porque es más importante la institucionalidad que el cambio.

    Malos: los necios que dicen que el problema está en que los pobres no tienen acceso a tierra y medios de producción para salir de la pobreza. Ya quedó claro que aquí reforma agraria, nunca. Malos: los diplomáticos europeos metiches, y el presidente del Banco Mundial, que andan criticando lo que pasa aquí. Que no se metan. Al fin, razones tendremos los chapines para no decirlo.

    Malos: los que viven en un cañaveral, ante el engaño persistente de una empresa y la sordera del gobierno. ¡Péguenle fuego a sus champas! Malos: los que se abalanzan contra un destacamento militar, exasperados ante la intimidación de una empresa y la sordera del gobierno. ¡Cácenlos como animales, son peligrosos! Además, ni derechos tienen, ya nos lo aclaró la autoridad.

    Buenos: los que salen a poner orden en un pueblo desesperado. No con policía, sino con soldados. Buenos: los que dirigiendo periódicos, mejor reportan sobre el día de la madre que decir mucho sobre lo que pasa en un municipio huehueteco. Ay, si tan buenas que son las madrecitas.

    Malos los que critican, los que cuestionan, los que resisten; lo que no se conforman, los que quieren cambio. Buenos los que callan, los que no miran y no preguntan. Buenos los que aceptan y agradecen. ¿Entendió? Ahora vaya a postear la foto del perro en Facebook, y deje de hacer preguntas.

    Original en Plaza Pública

  • Élites sí, elitistas no

    En una democracia madura, la riqueza no es fuente de derecho. Más aún, en un marco ético progresista, la riqueza es causal de responsabilidad.
    Atribuye el Nuevo Testamento a Jesús palabras que dicen que “a los pobres siempre los tendréis con vosotros” (Juan 12:8). Lo que la cita no dice pero insinúa, es que a los ricos también los tendremos siempre con nosotros.

    Esta observación obvia esconde la peculiar dinámica que subyace a cualquier economía: tener recursos hace más fácil obtener más riqueza, y su ausencia lo dificulta. Por ello, la distribución de la riqueza en la sociedad tiende a estabilizarse de forma que unos pocos tienen mucho, y muchos otros tienen solo poco. Esto tiene implicaciones importantes al considerar las necesidades de redistribución, pero dejemos este punto a un lado, aunque sea importante.

    Parto aquí de un hecho sencillo: a menos que queramos embarcarnos en la insensatez de algunos comunismos utópicos –y francamente Guatemala no da señas de estar ni cerca de ello– tenemos ricos para rato. Centrémonos en vez en pensar acerca de esos ricos: los pocos, los afortunados, los que en verdad existen en Guatemala, y su relación con la sociedad.

    En semanas recientes hemos visto en medios y redes sociales una creciente disposición a discutir el lugar de las élites en Guatemala y sus vinculaciones con otras clases sociales. La reforma fiscal, el incidente Pepsi-Arjona-Espacio Intergeneracional, el señalamiento de supuestos financiamientos de cooperación internacional a iniciativas “terroristas” y la marcha campesina antes de la Semana Santa. En todos, la opinión pública se decantó por definiciones de “buenos” y “malos” en función de su extracción social, y de las alianzas entre clases que ejemplifican. En estas dos semanas, el subir y bajar del termómetro de la blogosfera se marcó en torno al incidente Luna de Miel: competencia desleal donde las exigencias del público a los actores se pintan con matices clasistas, tanto para arriba -hay quienes ven natural que los empresarios pequeños deban alinearse con los grandes-, como para abajo -están los que sentencian que el empresario pequeño se debe a la clase media que le dio origen.

    En todos los casos, el debate tiene algunos temas recurrentes: ¿se le debe agradecimiento y lealtad al “sector productivo” por su contribución a la economía y la sociedad?, ¿son inherentemente justos los medios y las causas de los pobres? ¿Pesa la extracción social en el mérito que tienen los esfuerzos benéficos o de solidaridad social que emprenden las personas?, ¿se es intrínsecamente bueno o malo en función de la riqueza que se goza, o la pobreza que se sufre?

    Hará falta aún mucha tinta y mucha saliva para dar respuestas sensatas sobre estas y otras preguntas; y el silencio será mucho menos útil para ello que la crítica estridente. Sin embargo, algunas afirmaciones pueden hacerse ya. La primera es que, en una democracia madura, la riqueza no es fuente de derecho. Más aún, en un marco ético progresista, la riqueza es causal de responsabilidad. Por el lado negativo, porque el acceso a más recursos crea tentación y capacidad de usarlos mal, y esto debe vigilarse y controlarse. Por el lado positivo, porque la riqueza compromete con usar el privilegio para el bien de todos.

    Al hablar de los ricos, nos conviene reconocer que “élite” no es muy útil como término peyorativo, sino que sirve más como un descriptor de hecho. A la vez debemos rechazar con energía el elitismo, la manía trasnochada de pensar que quien cae bajo ese descriptor es mejor, tiene más derechos, o mayor dignidad que los demás.

    Original en Plaza Pública

  • Élites sí, elitistas no

    En una democracia madura, la riqueza no es fuente de derecho. Más aún, en un marco ético progresista, la riqueza es causal de responsabilidad.

    Atribuye el Nuevo Testamento a Jesús palabras que dicen que “a los pobres siempre los tendréis con vosotros” (Juan 12:8). Lo que la cita no dice pero insinúa, es que a los ricos también los tendremos siempre con nosotros.

    Esta observación obvia esconde la peculiar dinámica que subyace a cualquier economía: tener recursos hace más fácil obtener más riqueza, y su ausencia lo dificulta. Por ello, la distribución de la riqueza en la sociedad tiende a estabilizarse de forma que unos pocos tienen mucho, y muchos otros tienen solo poco. Esto tiene implicaciones importantes al considerar las necesidades de redistribución, pero dejemos este punto a un lado, aunque sea importante.

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  • Abre tus ojos

    Como siempre, la libertad no ha sido gratuita.

    Desde la Antigüedad y por mucho tiempo fue incuestionable la autoridad del soberano. Generalmente ella se explicaba como una atribución divina y como un orden natural. El cuerpo tiene cabeza, tronco y extremidades, y el cuerpo social necesariamente debía tener cabeza en el monarca y pies en los peones. Cada uno en su lugar, cumpliendo su parte en el plan divino.

    Especialmente con el advenimiento de la modernidad esto comenzó a cambiar. Los grandes pensadores del Renacimiento se atrevieron a cuestionar la noción del orden natural. Sus ideas cristalizaron en una comprensión de la persona como sujeto que buscaba libremente su realización. Los últimos 300 años han consolidado el sentido de individualidad que ahora nosotros disfrutamos. Una a una cayeron las excusas que servían para excluir grupos de personas del goce de la libertad plena: sexo, origen, color y edad dejaron de ser razones para ser considerado objeto, en vez de individuo.

    Como siempre, la libertad no ha sido gratuita. En el medioevo había un trato: a cambio del tributo, la nobleza ofrecía protección a los vasallos ante las amenazas de otros nobles. Para fines prácticos era una extorsión a gran escala. Quitar poder al extorsionista sobre la vida de sus víctimas tomó mucho tiempo y mucho esfuerzo. Aún hoy vemos estas luchas de identidad en torno a la homosexualidad. Sin embargo, en todos los casos al ganarse la libertad individual, tocó a los individuos/ciudadanos reconocer que aquello que antes recibían automáticamente –como la protección del noble– ahora tendrían que procurárselo ellos mismos.

    Aunque la conquista básica –reconocer que el supuesto origen divino del soberano y el orden natural del poder no son sino patrañas– ya sucedió a nivel histórico, el dilema se recrea en cada sociedad, en cada generación, y en cada individuo. Es clásica ya la imagen de Neo, el héroe de The Matrix, que enfrenta una elección crítica: o escoge la cápsula azul y sigue su vida de inconsciencia feliz, o toma la cápsula roja y cobra una consciencia de la cual nunca podrá regresar. Hoy, como siempre, podemos vivir en una “matriz” de poder. La vida bajo las reglas de una sociedad –aún una tan endeble como la guatemalteca– nos evita tener que negociar cada acción que realizamos. Pero también nos atrapa.

    No hay que ser particularmente cínico para cuestionar la bondad de las instituciones que nos rodean. Estado, iglesias, empresas y familia, todos tienen su lado oscuro. No necesitamos aceptarlo todo, con una sonrisa, y además agradecerlo. No necesitamos celebrar nuestra sujeción, y esto no nos hace seres ingratos.

    La burguesía, esa que constituyeron artesanos y comerciantes en torno a los castillos feudales, cuestionó a la nobleza cuando su creciente riqueza y la tecnología les dieron la autonomía para hacerlo. En el proceso se fundó la sociedad capitalista moderna. Hoy sucede otro tanto. Desde los Indignados, pasando por el Occupy Wall Street, hasta los Cangrejos de Guatemala, tomamos consciencia de que el orden social que nos rodea no es necesario ni inevitable.

    Reconocer que ese entorno social y político es un invento contingente nos ayuda a encontrar los espacios a través de los cuales transformar y transformarnos. Guatemala está aún muy al margen de la historia. La combinación de ciudadanía incompleta, baja tecnología y pobreza significa que seguimos peleando batallas viejas, con armas viejas. Pero eso de ninguna forma significa que debamos ser ciegos.

    Original en Plaza Pública

  • Ser ciudadanos es hablar y actuar

    La dinámica básica de la democracia la establecen el derecho y la irrenunciable necesidad de los ciudadanos de hablar entre ellos y con el poder.

    Por al menos cuatro décadas, Guillermo O’Donnell fue referente obligado para todo aquel que quisiera entender la administración pública y la burocracia en Latinoamérica. Ejemplar del académico que tiende puentes entre culturas, alternó entre la cátedra en universidades de los Estados Unidos, su natal Argentina y otros países de Sudamérica. Reflejo, por origen y temporalidad, de los retos y necesidades que impuso la historia de Latinoamérica en la segunda mitad del siglo veinte, experimentó el silencio de la dictadura, los dolores de crecimiento de la democratización, y las complicadas relaciones de odio-amor con la federación del Norte. sin embargo, mostró estar a la altura del reto para plantear en su ejercicio académico respuestas atinadas y nuevas y acuciosas preguntas.

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  • ¿Para qué subir un volcán?

    ¿Volveremos a callar mientras otros deciden sobre una reforma urgente, pero de manera injusta?
    Diez y ocho mil gentes subieron el Volcán de Agua el 21 de enero, con el fin de “manifestarse en contra de la violencia que padece este país centroamericano”.

    Adopte por un momento el plan de bobo y pregúntese, ¿cómo evita la violencia el encaramarse en un promontorio de tierra?

    Por supuesto, a menos que los montañistas fueran los violentos, o la violencia estuviera en el volcán, la relación es más bien indirecta. Entonces, ¿para qué subir un volcán bajo estas circunstancias? Yo me atrevo a decir que es para hacer ejercicio. No el ejercicio obvio del cuerpo, que enfrenta la exigencia de dos kilómetros y pico de ascenso, sino el ejercicio del músculo moral, que nos dice que una causa justa bien vale un sacrificio. El ejercicio del músculo social, que nos muestra que en medio de todo, la clase media (no se engañe, esta es la que subió) es capaz de ponerse de acuerdo, organizar la logística, vencer la pereza y el inmovilismo y decir: aquí estoy, no me podrán ignorar.

    Pues bien, apenas dos semanas y media después de ir al gimnasio volcánico, yo le quiero sugerir que a esa clase media muy pronto le tocará mostrar si puede usar sus recién ejercitados músculos morales y sociales en cosas mayores. En los últimos días hemos visto al nuevo gobierno impulsar con decisión la impostergable reforma fiscal. Al fin, podríamos agregar. Esa será la buena causa que necesitará nuestro sacrificio, como ya señalan algunos, y yo me incluyo.

    Sin embargo, con decepción hemos visto también cómo la misma iniciativa, que exige sacrificio a la clase media urbana –profesionales y asalariados– amenaza con dejar sin mayor exigencia de sacrificio a las élites. “El PP apuñala a la clase media”, dice Gustavo Berganza sin más contemplaciones. En esta tierra de privilegio ello no es sorpresa, por supuesto. La pregunta clave es si esa clase media estará dispuesta a usar el músculo moral para afirmar que pagará su parte, pero también el músculo social para insistir en que no está dispuesta a subsidiar a una élite irresponsable.

    Sabiendo que nadie en su sano juicio abandona un privilegio a menos que se lo arranquen, ¿volveremos a callar mientras otros deciden sobre una reforma urgente, pero de manera injusta? Serán los actores de siempre el CACIF y algunos en el gobierno, quizá los maestros y sindicatos en la calle, ¿o asumiremos la clase media urbana un papel como ciudadanos?

    Diez y ocho mil personas subieron el volcán. Diez y ocho mil personas, en su mayoría jóvenes, que heredarán un fisco quebrado o sostenible, desigual o justo. ¿Cuántos ayudarán a decidir esto, subiendo el volcán del sacrificio que significa pagar impuestos? ¿Cuántos subirán el volcán que significa no callar, sino exigir a sus pares más acaudalados que también paguen su parte?

    Original en Plaza Pública.

  • Hoy pagamos el derecho de piso

    Yo les exijo que garanticen que los más ricos y privilegiados de nuestra sociedad también deban hacerse adultos y poner su parte en el bien común.

    Esto no le va a gustar, pero de todas formas se lo voy a decir. Hoy nos están apretando a los que más ganamos entre los asalariados y los profesionales con los cambios al ISR, y nos duele.

    ¡Claro que nos duele! Todos preferimos tener el dinero en el banco o a la mano, y decidir libremente para gastar hoy y aquí, en lo que queramos y cuando lo queramos.

    Sin embargo, no se engañe. Dinero contante y sonante no es prosperidad, si a cambio le toca poner a los hijos en un colegio privado –caro pero por lo menos bueno–, porque no hay escuelas públicas de calidad. Hoy le toca arriesgar la vida y la hacienda cada vez que sale a la calle, porque no hay policías profesionales. Entonces, ¿de qué sirve el dinero en la mano si el precio de tenerlo es una sociedad en harapos?

    Así que hoy nos está tocando a la clase media, a punta de legislación, hacernos adultos como ciudadanos contribuyentes, sí o sí. Ante ello es fuerte la tentación de responder con el tradicional, obtuso y manipulado “no a los impuestos”. Tras 50 años en que el CACIF nos ha metido con cuchara que lo que le conviene a los pocos le conviene a los muchos, esto nos sale muy natural. Sin embargo, sería perder una oportunidad dorada. Algo así como, habiendo cumplido los 18 años y pudiendo hacer cualquier cosa, escoger comportarnos como lo hacíamos a los siete. Así que, en vez de pedir el puré “Gerber” de un Estado mágico, que nos dé todo sin que nadie lo financie, mastiquemos las cuentas de lo que realmente toca hacer.

    Primero lo obvio: si vamos a pagar más, debemos exigir que se use mejor. Si me van a sacar más plata, yo de veras quiero ver esos policías (ojo, no soldados) patrullando calles, constituidos en servidores públicos, no en amenazantes mordelones. Si me van a sacar más plata, pues insisto en ver a todos los niños y niñas en la escuela aprendiendo, sin excusas. Si esperan mi conducta adulta como contribuyente, exijo políticas adultas. La universalización de la protección a la salud sería un buen comienzo. En suma: en la dimensión de Estado como servicio, si me van a hacer pagar más, insisto en recibir mejor servicio.

    Ahora bien, la oportunidad que le pinto tiene otra dimensión, aún más importante. El Estado no es simplemente un servicio que compramos al dar nuestro dinero al fisco. Oliver Wendell Holmes lo dijo de forma precisa: los impuestos son el precio que pagamos por una sociedad civilizada. Esto tiene al menos dos implicaciones importantes. Primero, la de la solidaridad. Si los guatemaltecos somos tan buenos y tan amables como nos gusta creer (“qué gusto verlo”, “¿en qué le puedo servir?”, “cuente conmigo”), debemos mostrarlo con hechos. No la limosna dada con asco al estar parados en un semáforo, sino la contribución constante y significativa para dar oportunidades y medios a los más pobres, que en esta patria son muchos. Esto es, más que una necesidad práctica, una obligación moral y una responsabilidad de ciudadanía.

    La segunda implicación tiene que ver con la equidad y la justicia: si unos vamos a pagar, esperamos que otros que tienen más, igualmente contribuyan más. Aquí es donde a nuestra clase media, a la que hoy se le está pidiendo más dinero, le toca tornarse adulta como actor político, ¡y actuar! Otto Pérez Molina me pide compromiso, y Pavel Centeno, su Ministro de Finanzas, correctamente lo traduce en que los impuestos se llaman así porque se imponen. Entonces, yo les exijo a ambos, con nombre y apellido, que igualmente garanticen que los más ricos y privilegiados de nuestra sociedad también deban hacerse adultos y poner su parte en el bien común. Quiero ver a mis mandatarios y mis representantes reflejar los intereses de la mayoría y rechazar las componendas, no importa cuántas sean las deudas de campaña que ellos contrajeron, no yo.

    ¿Se apunta usted a pedir lo mismo? Esto no es lucha de clases, es mayoría de edad ciudadana.

    Original en Plaza Pública

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