Regresión infinita

Nada será solución si no tiene detrás un Estado competente, un Estado que quiera bien, pero que además pueda.

En más de una ocasión me he divertido viendo entre dos espejos mi reflejo reflejarse en una regresión infinita. Apostaría a que usted también.

Al entrar en algún ascensor con espejos habremos jugado con la imagen que se repite una y otra vez. Como una hilera de coristas, a izquierda y derecha se extienden las réplicas cada vez más pequeñas, haciendo al unísono nuestra voluntad. Es como abrir una puerta al infinito.

Sin embargo, en la realidad más pedestre, esa donde entramos en el ascensor para subir al séptimo piso, lo único que hay son dos espejos puestos uno frente al otro y una persona distraída. Nada más.

A la gente que debate acertijos filosóficos le encanta la noción de la regresión infinita. ¿De dónde venimos? ¿Por qué está todo esto aquí? Alguien lo habrá creado. Bien, pero ¿quién creó a ese alguien? Y así sigue la hilera de causas y efectos sin fin. Hasta que algunos, con Aristóteles y santo Tomás de Aquino, echan la precaución al aire y afirman que será porque hay una primera causa, un motor inmóvil, un ser sin causa. Fin de la discusión.

En cosas más terrenales también pasa. Aquí tenemos ratos sacudiéndonos en una regresión inescapable. Decimos, como viendo al primer espejo: el Estado no hace nada bien. Pongámosle un suplente, refleja el otro. Y privatizamos. Pero resulta que el Estado, como es incompetente, no alcanza a supervisar la privatización cuando los beneficios no llegan. Así que le ponemos otro suplente. Y privatizamos la supervisión. Pero como el Estado es incompetente, no tiene para pagar a sus agentes privados. Así que proponemos privatizar la recolección de impuestos. Pero como ni así será competente, buscamos un suplente que invierta. Y proponemos hacer alianzas público-privadas, que privatizan el financiamiento y el riesgo, ya no solo la operación. Y así llevamos tres décadas, explicando cada imagen, concluyendo que debemos pasar a la siguiente, repitiendo sin fin.

Sin embargo, en esto no hay más que dos espejos y nosotros, distraídos. No hay una regresión infinita. Es apenas una ilusión. En vez de seguir en el interminable diagnóstico del Estado incompetente y la obstinada propuesta privatizadora, reconozcamos que se trata de un artilugio. Aquí hay un planteamiento no explicado, un motor inmóvil, una causa sin causa, un pequeño deus ex machina que sirve para la justificación: es la sentencia aparentemente inocua, el postulado incuestionable de que el Estado es incompetente, debe serlo. Basta reconocerlo para hacer visible también la quimera del juego de soluciones sin solución.

Ya aprobemos o condenemos, ayudará poco echar mano de los ejemplos, como que en Inglaterra funcionan bien las alianzas público-privadas (APP) desde 1992 o que privatizar las telecomunicaciones en Nueva Zelanda o Chile fue un éxito. Porque la cuestión no está en las APP ni en las privatizaciones, aunque puedan tener un lugar aquí también.

El tema está en que nada será solución si no tiene detrás un Estado competente, un Estado que quiera bien, pero que además pueda. Margaret Thatcher recortó al mínimo el Estado británico y tanto la maldice la izquierda como la endiosa la derecha por ello. Su reemplazo, John Major, introdujo las APP porque, a pesar de la retórica conservadora, había que hacer obra pública y equilibrar las cuentas, aunque fuera en papel. Eventualmente Tony Blair gozaría del usufructo. Pero lo pudo hacer a partir del regalo de Thatcher a los nuevos laboristas: un Estado eficaz. En adelante, lo poco o mucho que se hiciera pasaría porque así se quería. Y nada más. Los trenes y las aerolíneas quedaron en manos privadas y la riqueza fue de los inversionistas. Pero no se engañe. El poder, ese que se necesita para que pasen cosas, democráticas o no, quedó firmemente en las manos del Gobierno.

Hoy, por un lado, la cooperación española pone aquí su dinero y Plaza Pública el mayor empeño en describir las APP en todo su claroscuro. Por el otro lado, el ministro de Finanzas nos dice convincente (¿conveniente?) que aquí ya no tenemos opciones. Pero igual estamos traqueteando adentro del elevador, explicando regresiones infinitas, sin reconocer que esto no es más que un juego de espejos en un cuartito cerrado. Un cuartito del que hay que salir, cuando menos, en algún piso más alto.

No se engañe, no se deje engañar: si seguimos negándonos a invertir en un Estado competente, que pueda contratar a mejor gente y pagar mejores recursos, aquí no pasaremos del encierro, de reflejar reflejos.

Original en Plaza Pública

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