¿Quién dejó salir al perro?

Por supuesto, salgamos a perseguir al perro para que vuelva a entrar a la casa. Pero a la vez hay que cerrar la puerta para que no se vuelva a salir.

La Cicig y el MP han hecho evidente la corrupción extensa en el Gobierno y la política. Han mostrado cómo los intereses ilícitos particulares prevalecen sobre las decisiones gubernamentales. Jueces y administradores terminan respondiendo al dinero antes que al interés común.

Establecida esa relación, la mafia va más lejos. Captura directamente los recursos del Estado. Cierra contratos mañosos, como en el caso del IGSS, o roba descaradamente los fondos públicos, como en el caso de La Línea.

Hasta aquí, las ilustraciones de la Cicig ayudan a entender[1]. Pero tome en cuenta que la dinámica descrita no es inherente a los intereses criminales. En todo país hay mafiosos, pero no en todos se apropian del Estado. No fueron ellos quienes inventaron la influencia sobre las decisiones públicas mediante el dinero.

¿Qué fue, entonces, lo que permitió que aquí los peores delincuentes se incrustaran en la administración pública, en el Gobierno? Puesto en lenguaje cotidiano: viendo al perro que se revuelca en el lodo del jardín, no basta con decir que el animal se ha salido bajo la lluvia a retozar en el fango. La pregunta de fondo es quién lo dejó salir.

Contestar, para nuestro caso, obliga a reconocer que aquí hace ratos algunos —aun metidos en negocios legales del agro, el comercio, la industria o las finanzas— se empeñan en manipular el Estado, controlar sus decisiones y reorientar sus recursos en beneficio propio. Aquí quienes hacen los negocios típicos de cualquier sociedad no se conformaron con lo que ofrecía el afamado mercado libre. Querían más ventajas.

Empecemos con ejemplos sencillos: las Iglesias y los colegios convencen al Estado de darles exenciones impositivas. Mientras usted y yo pagamos todos nuestros impuestos, a ellos la Constitución los deja fuera de dicha responsabilidad. Claro, en casos así, la ciudadanía con frecuencia está de acuerdo con el privilegio: se asume que el beneficio de dar la exención es mayor que su desventaja. Eximimos a los colegios porque apreciamos la educación que dan. Menos claro resulta el beneficio de las Iglesias, pero muchos las aprecian por lo que producen.

La cosa se complica con las exenciones impositivas a ciertas empresas. Argumentan algunos que con ello ganamos todos al crecer la economía, pero nunca se presenta la evidencia—ni antes ni después— para demostrar los supuestos beneficios.

Luego vienen los casos peores. Como cuando se intenta manipular las decisiones del Estado en circunstancias que, aparte de beneficiar solo a unos pocos, incluso hacen daño directo a segmentos mayores de la población. El ingrato esfuerzo de algunos por aprobar un salario mínimo diferenciado a nivel municipal fue una carrera por ver quién llegaba más rápido a la pobreza legalizada, todo mediado por la influencia sobre algunos alcaldes y diputados.

Finalmente están los ejemplos graves, cuando se hace presión sobre el Estado para negar o torcer la justicia. El caso del juicio a Ríos Montt pertenece a esta categoría, en el cual intereses particulares y minoritarios hicieron lo necesario para descarrilar el proceso.

Lo interesante de todos estos incidentes es que no son criminales haciendo presión sobre el Estado —al menos en su parte visible—, sino actores lícitos: empresarios, entidades legales como el Cacif, ciudadanos asistidos por la ley. Pero son antecedentes que establecen una relación nefasta entre interés particular y decisión gubernamental.

Resulta bien que se señale a los corruptos. Está bien exigir su salida, pedir la depuración del Congreso hoy. Por supuesto, salgamos a perseguir al perro para que vuelva a entrar a la casa. Páseme la toalla y yo mismo le ayudo a secar al animalito para que no manche el piso. Todos nos vemos bien haciendo denuncias, uniendo esfuerzos para sacar a los corruptos.

Pero a la vez hay que cerrar la puerta para que no se vuelva a salir el perro. Esto ya no gusta tanto a quienes, desde el ámbito formalmente lícito, debilitaron la independencia del Estado. Aquí baja el entusiasmo del Cacif y de un cierto empresariado, que se acostumbraron a tener la ventaja reclamando mercado libre para los demás y prebendas para sí mismos. Pero el precio de cerrar la puerta del privilegio para los malos es cerrar la puerta del privilegio. A secas. Por esto es que cuesta la democracia: porque el bien común no es necesariamente el beneficio personal inmediato. Aquí, renunciar al propio privilegio para procurar un Estado realmente autónomo y orientado al bien común probará si la intención es seria o simplemente un esfuerzo por sacar competidores del ruedo.


1 Incidentalmente, le recomiendo revisar el historial de noticias de la Cicig para hacer memoria de abusos y triunfos.

¿Quién dejó salir al perro?

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