Pareciera que en mi patria tenemos un agudísimo sentido de la mejora: apenas detectamos algo que puede servir, nos apuramos a destruirlo.
La enorme trayectoria de esa institución en materia de rendición de cuentas y transparencia hace indispensable escucharla con atención. Igualmente, la participación de un equipo de investigadores con la credibilidad de Ronalth Ochaeta a la cabeza da confianza que la metodología se siguió con cuidado y que los resultados se han descrito escrupulosamente. Por sus hallazgos, y otros que hemos visto a lo largo de los años que tiene de operación Mifapro, podemos afirmar que este programa tiene problemas. Problemas graves de falta de diseño (al faltar una línea de base creíble), de transparencia, de arbitrariedad en la gestión, de irresponsabilidad fiscal por el lado de los ingresos y de irresponsabilidad institucional en las distorsiones que ha causado sobre los ministerios de línea, en particular el de Educación. Todos son problemas críticos, que deben ser solventados. Las recomendaciones de Ochaeta y sus colaboradores son igualmente encomiables. Sí, la implementación del programa requiere rediseño y mejora: desde la selección de los beneficiarios, hasta el escalonamiento de los beneficios en función de las características de los hogares y beneficiaros específicos.
Sin embargo, igualmente en serio debemos tomar las precauciones de los investigadores. De estas se destaca que los resultados se refieren a un departamento, y no pueden ni deben generalizarse. Además de las que señalan los propios autores, hay al menos dos limitaciones importantes que yo quiero remarcar. La primera, es el supuesto de que los recursos destinados a los beneficiarios (entre Q150 y Q300) buscan cerrar la brecha entre la condición de pobre y no-pobre. Este es un supuesto impreciso, pues en programas como ese el pago busca únicamente cubrir el costo de oportunidad que se incurre con enviar a los hijos a la escuela o al servicio de salud. En otras palabras, quien diseña una política de transferencias condicionadas no se pregunta “¿cuánto dinero tengo que dar a una familia para sacarla de pobre?”, sino “¿cuánto es lo menos que tengo que pagar para que las familias prefieran enviar a los chicos a la escuela, en vez de ponerlos a trabajar en la milpa?” El efecto consumo —el incremento en el consumo debido al dinero que entra a la economía local por vía de las transferencias— no es sino turrón del pastel.
La segunda limitación es el supuesto francamente erróneo de que las transferencias en efectivo puedan mejorar la calidad educativa. Hace rato ya que Fernando Reimers, de la universidad de Harvard, cuestionó esa atribución, y con razón: para mejorar la calidad educativa hay que tener mejores maestros, mejores textos, mejor currículum, más evaluación, no simplemente más dinero en casa. Es casi de perogrullo. Entonces, no pidamos peras al olmo. Ya desde temprano en el diseño de Mifapro un investigador internacional dio la voz de alarma: si los servicios de salud y educación no se mejoran a la par de la entrega de las transferencias, por supuesto que no habrá mejor calidad en la educación y la salud. Por ello es tan grave que la implementación desordenada de Mifapro haya distorsionado —con la connivencia de sus autoridades— a los ministerios de línea. Sin embargo, no puede atribuirse la falta de mejora en la calidad al programa en sí mismo. Esto es un error lógico y metodológico.
¿Qué importancia tiene todo esto? Pues que ahora que la estrella de Sandra Torres parece ir en franco descenso, todos se apuran a destruir su logro más importante. Bien lo recoge el refrán popular: del árbol caído, todos hacen leña. Apenas Acción Ciudadana publica sus resultados y con estrépito los medios —algunos más que otros, ciertamente— se apuran a decir que Mifapro ha sido un fracaso. Publican el titular dramático, y obvian siquiera el más mínimo análisis del estudio, no digamos de las condiciones que describe. Más allá de las reales torpezas políticas del actual régimen, la línea de ataque es clara, y vemos cobrar velocidad a un proceso largamente desarrollado y bien aceitado. Tras años de minar la capacidad de ejecución del Estado por la vía fiscal, y de cuestionar las intenciones del actor político, cuando este admite que ya no puede más sin la plata, se le invita a cortar aquellas actividades que podrían servir de algo y cambiar la historia. Y de paso, se le fuerza la mano con evidencia seleccionada.
El resultado neto: en vez de corregir y mejorar sobre lo que ya se ha caminado, se matan las iniciativas, una tras otra, sin madurar o, cuando dan señas de madurez, sin aprovechar el ciclo anterior para construir el siguiente. Como consecuencia, nunca aprendemos, y siempre, siempre estamos construyendo desde cero. La profecía se cumple a sí misma: el dinero gastado primero en montar una iniciativa completamente nueva, luego se gasta en desmontarla, para más tarde volver a gastarlo en montar otra iniciativa desde cero. Como una Penélope maldita, tejemos y destejemos, siempre quedándonos en la inversión inicial, en vez de poner la base, cometer errores, aprender de ellos y mejorar.
Apenas hace tres años le pasó a Pronade, un programa exitosísimo que amplió el acceso a la educación a la población rural más pobre, pero que estaba llegando a los límites de su funcionalidad. En vez de revisar, corregir y mejorar, esta administración lo canceló de tajo sin decir “agua va”, como pago de apoyos políticos. Ahora la perversa historia se vuelve a repetir, solo que “buenos” y “malos” han cambiado de lado. Los hallazgos limitados de un estudio interesante, pero insuficiente, se tornan en sentencias de muerte institucional. Todos aplauden, excepto las beneficiarias —esas que nunca han recibido nada del estado y ahora lo tienen—, ahora que se tiene la oportunidad de darle su merecido a Torres: “¡crucifícale, crucifícale!” ¿Le suena conocido? “Me agrediste, así que ahora yo te agredo también”. Como se le atribuye a Ghandi: “Ojo por ojo, todo mundo terminará ciego.”
Para que no todo sea diatriba, le dejo un par de sencillas lecciones: a) algo es mejor que nada, y b) aprender es equivocarse en la dirección correcta.