No todo el que manifiesta tiene razón, pero todos tienen razones

“¿Te gustan más los perros o los gatos? ¿Por qué?”. Un ejercicio simple con que podría desencadenarse a los siete años la carrera de un parlamentario.

¡Cómo han crecido los patojos, están enormes! Esta expresión, clásica entre familias amigas, refleja una realidad común: cuando el cambio es lento, es frecuente que no lo veamos, aún cuando quien no lo ha vivido lo note de inmediato.

En Guatemala, los cambios en el último cuarto de siglo han sido dramáticos, pero tendemos a ignorarlos por haber pasado tan cerca de nosotros.

Cuando Pérez Molina ordenó el estado de sitio en Santa Cruz Barillas, fue automático calificarlo con términos que recordaban los desmanes militares de la década de los ochenta. Sin embargo, toda la operación, las críticas y su desenlace a regañadientes ocurrieron a plena luz, en un ruidoso ambiente de medios de comunicación –públicos y de redes sociales y blogs– que distaba muchísimo del silencio profundo de apenas hace 30 años.

Poco por la TV, algo en la prensa impresa y mucho en la calle y en los medios digitales, es esta abierta y entusiasta cacofonía de voces a favor y en contra, la “música de la democracia” de Cerezo, uno de los más notables progresos que podemos no apreciar lo suficiente. Tanto, que exige examinar con cuidado sus implicaciones y las responsabilidades que impone.

Los primeros cinco meses del régimen de Pérez Molina han dado bastantes ejemplos de manifestaciones dispares: la marcha de los campesinos por el derecho a la tierra, las pintas en la Sexta Avenida, los repudios del CACIF a las iniciativas de desarrollo rural integral, la turba enojada que se vuelca sobre un destacamento militar, la bulla –pro y en contra– por la crítica a la campaña “Guatemorfosis”, el ascenso al Volcán de Agua y las manifestaciones de los estudiantes de magisterio, todos son ejemplos de una creciente cultura de expresión pública.

Esto no significa que todas las posiciones tengan razón. Personalmente pienso que el CACIF está viviendo en la Edad Media en materia de acceso a la tierra, y que manchar la Sexta Avenida deja peor parado a quien lo hace que aquello que critica. Los jóvenes de las escuelas normales magisteriales, al resistir la profesionalización docente, ilustran más su ignorancia sobre sus reales opciones laborales, que una reivindicación justa.

Sin embargo, la mejor forma que tenemos para justipreciar nuestras variadas y contradictorias posiciones, para cuestionar aquello en que disentimos y buscar adeptos a nuestras causas, es a través de un mercado abierto de ideas. El problema no está en el error, sino en su persistencia incuestionada. Estriba en ello, primero, la responsabilidad de quienes dirigen, editan y regulan los medios de comunicación. Entre la prensa escrita, al menos elPeriódico parece haber aceptado el reto que plantea inocentemente Plaza Pública, al mejorar su periodismo investigativo. Pero otros diarios siguen aún con estándares más propios de 1912 que de 2012. Otro tanto puede decirse, con creces y preocupación urgente, sobre la insulsa mediocridad de la TV monopólica.

En el ámbito social, en la educación y en las relaciones interpersonales tenemos aún un reto enorme. Los estudiantes en la primaria y en la secundaria necesitan más oportunidades para aprender a debatir, no solo para ser obedientes. “¿Te gustan más los perros o los gatos? ¿Por qué?” Un ejercicio simple con que podría desencadenarse a los siete años la carrera de un parlamentario. Entre adultos debemos esforzarnos por señalar y desterrar las críticas ad hóminem. Debemos quitar la estúpida pregunta “¿que ha hecho usted?” como prerrequisito para el cuestionamiento, como si la imaginación no nos dejara pensar aquello que no hemos hecho. Otro tanto vale para el silencio a gritos impuesto sobre el que se atreve a criticar un ícono.

Se engaña quien crea que los problemas se podrán manejar y resolver mediante tratos de corrillos. Les guste o no a los poderes tradicionales, en una sociedad masificada vender licencias de recursos naturales, transar cobertura mediática y cuotas de poder político a espaldas del público da resultados cada vez menos duraderos. Bien lo sabrá el CACIF, otrora con derecho preferente de acceso a los medios, y ahora con una visibilidad en franco deterioro.

Nuestra sociedad necesita voces. Voces que se atrevan a disentir, pero a las que por igual debamos exigir razones. Aquí no puede mandar el “porque lo digo yo”, sino la búsqueda sistemática del máximo bien para el mayor número, las razones explicadas, el respeto al derecho de manifestación, el trato justo, y el aprecio a la voz de las minorías en medio de una democracia de mayorías.

Original en Plaza Pública

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