A estas alturas, cuando Pérez Molina ha publicado ya los nombres de algunos de sus favoritos, los colegas de Colom estarán buscando cajas en qué meter las fotos de familia y otras cositas de la oficina.
Como ha señalado Fernando Carrera, el nuevo mandatario da señas de querer seguir los pasos del gobierno Uneísta en algunas de sus políticas más importantes en materia de justicia, solidaridad social y economía, y esto es bueno. Sin embargo, la prueba de la realidad de tal intención estará en la continuidad de la gente.
El problema es que en Guatemala los cambios de funcionarios de la administración pública no terminan con el gabinete. Otros países cuentan con un servicio civil que mantiene la continuidad institucional, incluso a través de secretarios permanentes para cada cartera. Mientras tanto, en Guatemala los volátiles funcionarios políticos pretenden a la vez ser cabezas técnicas de la administración pública.
Peor aún, el cambio de personas en puestos de responsabilidad se extiende profundamente dentro de las respectivas burocracias. La pésima costumbre de ver la administración pública como botín para los activistas de campaña, hace que directores generales, directores de dependencias centrales y departamentales, técnicos e incluso maestros y jefes de centros y puestos de salud sepan que su empleo está en juego cada vez que hay cambio de gobierno. Los más timoratos esperan hasta que los alcanza la peste del desempleo. Los más avisados preparan con tiempo su currículum y salen a buscar trabajo por su cuenta. La administración pública termina subsidiando de hecho la formación de mandos medios para el sector privado.
El resultado es una pérdida dramática de experiencia y pericia dentro de la administración pública cada cuatro años. Si el gobierno tuviera un excedente de recursos humanos quizá no sería tan grave. Sin embargo, nuestro aparato público se parece a un desnutrido crónico: hueso y pellejo, nada de grasa. Cada técnico que parte se lleva un caudal precioso y muchas veces insustituible de conocimiento práctico, que luego otro tendrá que aprender laboriosamente y desde cero.
Quisiera creer que ante la ingente necesidad de cambiar la forma en que hacemos gobierno, Pérez Molina optara por evitar el despojo de talento en las instituciones. Sin embargo, sus nombramientos ministeriales ya dan señas del reparto corporatista de cada cuatro años. Como lotería cantada (“el Cacife”, “el tecnócrata”, “el médico-empresario”) vemos cómo los puestos de gabinete van quedando en manos de los sectores usuales. Esto mueve a pensar que en materia de cambio de servidores públicos también sucederá lo de siempre.
Naturalmente, cualquier solución, cualquier control sobre estas conductas dañinas tendrá que salir de los ciudadanos: de usted y de mí. Quizá lo primero sea que las instituciones de investigación y las universidades –en cuenta la generosa patrocinadora de Plaza Pública– usen sus recursos para hacer desde ya un inventario del personal público. Lo segundo será no aceptar los despidos masivos en la administración pública. No hay razón técnica, política, ni financiera que los justifique.