Los constituyentes

Ya ve, los nuevos constituyentes estamos. Cada uno corriendo con nuestra existencia particular, soñando, queriendo el bien y viviendo frustrado.

El automóvil se ha detenido. Se ha roto el radiador y el motor se recalienta. –¿Y si le ponemos más gasolina?– sugiere uno de los pasajeros. –Al menos llegaríamos más rápido.

Absurdo, ¿verdad? Igual resulta la propuesta que hoy deleita en corrillos políticos. Aumentar el período presidencial serviría tanto para resolver nuestros problemas como la idea del pasajero para el auto averiado, y debe tratarse con igual desprecio. Es una idea pésima, distractor burdo, una tomadura de pelo.

Sin embargo, lo torpe de la propuesta no reduce en nada la realidad del problema. El auto seguiría descompuesto. Nuestro Estado sigue fallando, tropezando con cada paso. Desde las ilusiones que trajo la Constituyente en 1985 hemos tratado mal al ideal democrático. Urge reemplazar neumáticos, reparar el motor, poner aceite, quitar el óxido. Es inaplazable revisar nuestra Constitución e imprimir más democracia a este Estado de élites.

La Fórmula 1 ha aprendido a reparar vehículos en paradas brevísimas, pero nuestro reto parece más una reposición de combustible en vuelo: no podemos detener la nave. Sea una parada breve o un arreglo «al vuelo», la clave estará en la planificación. Cuando los mecánicos actúan en el pit stop, cada uno sabe a qué va.

No caben las improvisaciones, los globos irresponsables de este régimen malicioso. Tampoco sirven los esfuerzos monotemáticos, como si alcanzara que en un terremoto se caiga la casa pero sobreviva un cuadro primoroso en la única pared restante. Menos aún ayudan iniciativas como Pro-Reforma, que buscaba cambios estructurales con desprecio a la democracia, con fines aún más elitistas que los del ‘85.

Si hemos de tener una reforma constitucional coherente, democrática y efectiva, debemos superar los arranques mesiánicos de quienes tienen la solución ya hecha. Habrá que atajar las trampas de los poderosos. Tendremos primero que escapar de la captura de las instituciones hecha por una canalla de políticos mañosos y sus financiadores insolentes. Esto exige un horizonte amplio: cinco años son poco, diez quizá empiecen a servir. Si los políticos de hoy no desean el bien ni saben procurarlo, otros tendrán que sustituirlos. Y aquí, querida lectora, querido lector, toca levantar el espejo. Porque esos otros somos usted y yo.

Ya no basta despotricar, como este servidor y tanto columnista, que semana a semana se exprimen la cabeza, mitad denuncia y mitad propuesta. Ya no basta leer y repartir a Feisbucazos y Tuitazos lo que se nos ocurre decir. Ya no bastan Phillip, Virgilio, Renzo, cuyos análisis sesudos tendrían ahora que seguir los pasos del valiente payaso Álvaro, traducirse en plataforma política, no para los propios, sino para quienes no comparten su trinchera. No tienen excusa Edgar, Carlos, Oscar, que desde otras tierras quisieran ver la patria como lugar de retiro, pero igual no se reconcilian con la urgencia de ensuciarse las manos; ni Evelyn, Isabel, Otto, Ricardo, que se conforman con la investigación bien hecha. No alcanzan la cerveza y el análisis compartido con Gustavo, cuando la universidad pide ciencia, pero necesita acción. No basta la impaciencia de Lucrecia, que ya pagó una cuota terrible en esta patria asesina.

No son justificación las buenas obras de los Salvadores, cuando los puentes deben tenderse con quienes no piensan como ellos, porque los cínicos en su clase llevan décadas llamando éxito al fracaso. No alcanzan la crítica afilada de Elisabeth, el arte de Juan, ni la indignación de Daniel. A Martín, como a las Carolinas, a Enrique y a Juan Luis, no les alcanzará pintar los toros infames desde la barrera, pues es en el ruedo que se ponen las banderillas. Tampoco pueden excusarse Ariel, Aldo, Marianne, porque los negocios –grandes, pequeños o de otros– tienen responsabilidad fiscal y también política. No alcanza que Juan, Fernando, Karin, Ana o Patricia se hayan arriesgado a tratar con el viejo poder (aún con las razones válidas), porque está demostrado: siempre, siempre traiciona. No basta que Pedro, Amílcar, Andrea apelen a la tradición, porque aquí toca cuestionar pasados, redefinirse, apropiarse del motor de la historia.

Hago apenas un paseo superficial por mi lista de contactos. Ya ve, los nuevos constituyentes estamos. Cada uno corriendo con nuestra existencia particular, soñando, queriendo el bien y viviendo frustrado. Toca –a usted, a mí, a nuestros amigos, conocidos y leales contrincantes– hacer más, flexionar el músculo, abordar hoy la nave de la política decente. Esto cambiará de rumbo muy despacio, pero cambiará, sólo si nos animamos a pasar del dicho abrupto al hecho paciente.

Original en Plaza Pública

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