Para dejarlo claro: las pruebas, por sí mismas, no cambian nada, ¡nada! Es una ilusión piadosa pensar que con publicar los resultados algo mejorará. La evidencia conduce a mejoras solo si los sujetos saben qué hacer para mejorar, y lo practican.
Exige el capitán que acelere la galera. Los remeros están agotados y sin ánimo, replica el oficial. ¿La solución absurda? Mandarlos azotar, y que los azotes continúen hasta mejorar su moral.
Hace un par de meses nos enteramos de lo mal que salieron en las pruebas de 2013 los egresados de tercero Básico. La semana pasada se ampliaron las malas nuevas: los graduandos en 2014 también salieron mal. Si usted es depresivo, pida en casa que escondan las navajas, porque esto está de cortarse las venas. Ni siquiera 1 de cada 4 graduandos llegó al satisfactorio en Lenguaje, y menos de 1 de cada 10 lo hizo en Matemática. Tenga allí la nueva generación de empleados, emprendedores y estudiantes universitarios.
En medio de carreteras bloqueadas, diputados corruptos, abogados tramposos y cortes rastreras, es fácil olvidar lo importante por atender lo urgente. La educación es una de estas cosas importantes, y sus fracasos deben llevarnos a reflexionar. ¿Qué lecciones deja esta debacle? La primera y paradójica es que, si se persiste con empeño y recursos, la administración pública es perfectamente capaz de hacer un buen trabajo. ¿Cómo así?, dirá usted.
Obviamente no me refiero a los resultados de las pruebas, sino a su aplicación. La Dirección General de Investigación y Evaluación Educativa (DIGEDUCA) del MINEDUC ha tenido por bastantes años un equipo comprometido, experto y con suficiente continuidad para acumular conocimiento institucional y sacarle las arrugas al diseño y aplicación de las pruebas; y ahora lo hace muy bien.
Esto no ha sido gratuito, pues ha contado con apoyo de donantes muy persistentes. Necios y entrometidos, dirían quienes no gustan de la presencia internacional, pero igual no mueven un dedo ni dan un centavo por mejorar las cosas ellos mismos. (Aló a quienes rechazan la CICIG). Ha debido también la DIGEDUCA sortear resistencias de quienes no quisieran rendir cuentas por la educación, incluyendo desde funcionarios y académicos, hasta sindicalistas magisteriales.
La segunda lección es que, para saber cómo vamos, hay que tener datos. Un contraste notable con estas pruebas lo muestra el mismo sector educativo. Llevamos 2 años escuchando que la matrícula en Primaria cayó. Mientras los críticos lo atribuyen a la mala gestión, el MINEDUC dice que falta un censo actualizado para saber con precisión cuántos niños debieran estar en la escuela. Sin embargo, al menos que yo sepa, ni el MINEDUC ni cualquier otra organización pública o privada se ha molestado en salir para hacer al menos un censo o encuesta municipal que verifique cuán cerca o lejos de la realidad están las desactualizadas proyecciones de 2002. Así, sin datos, se puede especular eternamente, sin probar quién tiene razón. Qué conveniente.
La tercera lección es la más importante, y se refiere al uso de los resultados de evaluación. Para dejarlo claro: las pruebas, por sí mismas, no cambian nada, ¡nada! Es una ilusión piadosa pensar que con publicar los resultados algo mejorará. Superar la resistencia al cambio exige más que datos. Mire a los obcecados negadores del cambio climático. No cambian su perniciosa opinión aunque el agua les esté llegando al cuello. ¿Por qué habría de ser distinto con la educación?
Además, la evidencia conduce a mejoras solo si los sujetos saben qué hacer para mejorar, y lo practican. Los datos no ayudan si los docentes no tienen idea de cómo cambiar para bien su trabajo en el aula. Encima, enfrentan circunstancias que no pueden superar solos: estudiantes con hambre, textos insuficientes, nula orientación pedagógica. Es pedir peras a un olmo… ¡raquítico! Para rematar, aún hoy algunos, con mentalidad de fabricantes de enlatados, quisieran como panacea amarrar el salario docente al desempeño estudiantil, cuando la evidencia no lo sostiene. Azotar a los profesores hasta que mejore su moral. Genial.
No basta preguntar por qué salimos tan mal otra vez y aceptar nuevas excusas. Exijamos que se nos muestre qué cambios concretos fueron hechos a partir de los hallazgos de las pruebas anteriores, enfocados en las falencias concretas detectadas entonces. Sin respuestas específicas sería verdaderamente sorprendente que los resultados hubieran mejorado. Incluso asombraría que se mantuvieran sin cambio, pues los esfuerzos de las últimas décadas han aumentado la proporción de estudiantes desaventajados que completan la primaria y entran a la secundaria.
Así que deje de restregarse las manos con angustia, a menos que esté dispuesto a que cambiemos lo que hacemos, la forma en que lo hacemos, y los recursos con que lo hacemos. ¿Cómo espera mejorar los resultados, si no cambiamos los medios?
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Hoy sí, al margen, que otros lo han dicho mejor, aunque es imposible callar: qué vergüenza en La Hora, un columnista que supura el racismo más vulgar. Peor vergüenza, que el editorialista solo alcanzó a hacer una tibia defensa de la libertad de expresión, cuando le tocaba marcar una raya en la arena. Está bien afirmar la libertad de expresión de cualquier atolondrado que no quiera o no pueda entender de historia y economía. Peor aún, que no tenga la suficiente sensibilidad para dejar ya de culpar a las víctimas. Pero eso no exime de señalar lo mal que está que lo diga. Eso no es ética, y los medios tienen la responsabilidad de ser más que simple «mostrador, no tribuna».