Lecciones de francés

Aquí tenemos un papel, pues la historia de la desigualdad no es solo económica, sino sobre todo política. Democracia y justicia no son emanaciones «naturales» del mercado. Requieren instituciones específicas para sostener y distribuir la riqueza.

El Capital en el siglo XXI, el libro de Thomas Piketty, llegará a ser un clásico. Aunque sea porque, como El origen de las especies o La interpretación de los sueños, muchos de quienes lo comentan no lo han leído.

Exagero. Igual diríamos de Siendo puta me fue mejor, así que dejémoslo allí. En todo caso, decidí leerlo al menos para evitar la vergüenza del atolondrado que tildó al autor de «pseudoeconomista». Como quien dice: lee y no peques más.[1]

Lector lento y ocasional, hasta ahora reporto mis hallazgos de las 577 páginas. Inevitable arrancar con el argumento central: históricamente el retorno al capital ha sido mayor que el crecimiento de la economía. Gracias al interés compuesto, a largo plazo los dueños del capital acumulan más que el resto de la sociedad. Esto se resume en la desigualdad  r > g (retorno al capital es mayor a crecimiento económico). OK, cumplido (77).

Pero hay más que entresacar del texto, lecciones conocidas y menos conocidas, para estas tierras desiguales. Las cuento como las leí. Por ejemplo, que la apertura de mercados al comercio y a la transferencia tecnológica importa más al crecimiento que los flujos libres de capital. China continúa imponiendo controles al capital mientras expande agresivamente su comercio, y se sigue enriqueciendo (71). Los países exitosos en cerrar brechas entre ricos y pobres lo consiguieron invirtiendo su propia plata en recursos humanos, y la inversión extranjera más bien parece tener el efecto opuesto (72).

Documenta también que Inglaterra y Francia, poderes coloniales en los siglos 18 y 19, tenían grandes déficit comerciales, perfectamente sostenibles por la captura de la riqueza colonial. No hacía falta ser eficiente. Para eso se es rentista: vivir sin trabajar, consumir y acumular más de lo que podría producir uno mismo (121). Da nuevo sentido a aquello de que Guatemala es un país donde la élite logró exitosamente colonizar a su propia gente. Obliga a preguntarnos qué produce el «sector productivo».

Apunta que Inglaterra sostuvo por ¡cien años! una considerable deuda pública, sin dejar de pagar. ¿Por qué? El Estado pagaba lo que debía a rentistas privados, que cobraban intereses mientras aquel no saldara el capital. Los ingresos venían de los impuestos generales, los egresos iban a bolsillos privados. Era un mecanismo impecable de concentración. Por supuesto, quedaba poco para inversión pública (131; nota 12, 591). ¿Le parece conocido? Esencialmente opera igual acá. No toleramos déficits altos, pero igual la banca privada presta al sector público y nuestros impuestos pagan los intereses. La prioridad está en no matar la gallina de los huevos de oro: que no crezcan tanto los impuestos que el Estado salga de sus deudas, que no se fortalezca al punto de exigir más impuestos; pero que tampoco quiebre y reniegue de los intereses. Es un sutil equilibrio.

En Europa la cosa cambió entre 1913 y 1950. Con la destrucción del capital por las guerras, y sobre todo la inflación que devaluó las monedas, los europeos extinguieron a sus rentistas. Ya no más vivir sin producir. Sí se puede romper la cadena, pero el costo es alto (132, 149, 275).

Más aún, hay oportunidades en esta dinámica. Un país que crece poco pero que ahorra, acumula bastante en el largo plazo. Pero aprovecharlo exige organizarse para redistribuir esa riqueza y evitar la captura del poder por los pocos dueños del capital (166-167). La principal transformación estructural, que cerró la brecha entre ricos y pobres, fue la expansión de la «clase media patrimonial»: una sociedad de clasemedieros con propiedades, pagadores de impuestos.

Entonces, usted y yo no somos solo el jamón del sándwich. Literalmente, la desigualdad descansa sobre la escasez de clasemedieros que ahorren, expandan sus propiedades y saquen préstamos para financiar el consumo y los pequeños negocios (260). Aquí tenemos un papel, pues la historia de la desigualdad no es solo económica, sino sobre todo política (286). Democracia y justicia no son emanaciones «naturales» del mercado. Requieren instituciones específicas para sostener y distribuir la riqueza (424).

En el siglo 20, el papel del Estado cambió y creció como nunca antes. Hay que debatirlo, pero sin escondernos en la ingenuidad del Estado con funciones mínimas. Hoy tenemos ingresos exiguos, pero pedimos al Estado que invierta en la sociedad (477). Quítese la ilusión: el Estado social es caro. Pero vale la pena invertir en la gente (salud, educación), erradicar la pobreza (transferencias, jubilación, seguro social) y garantizar la redistribución de la riqueza nacional (478). La redistribución en el Estado moderno no es quitar a los ricos para dar a los pobres, sino garantizar los servicios públicos y los ingresos mínimos para todos. Sí, para todos, hasta los ricos (479).

Original en Plaza Pública

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Notas

[1] Que sí, que no, que pase el chaparrón. En el Financial Times quisieron encontrarle problemas al argumento y la evidencia de Piketty. Estaban buscándole tres pies al gato. Nada menos que un columnista de la revista Forbes sirvió para descalificar el ataque oficioso.

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