Así como no le pediría a la política de salud que resuelva los problemas de la banca central, tampoco es cierto que la inversión extranjera directa resolverá por sí misma los problemas del desarrollo social.
No pude constatar si éstas fueron palabras textuales del señor Presidente, pues en la red no encontré copia de sus discursos en España. Sin embargo, la ocasión es propicia para subrayar las limitaciones de una afirmación como esa.
En los años ochenta, algunos promovieron la “economía de la oferta” (peyorativamente llamada “economía del derrame” o trickle-down economics). Ésta postulaba que al dar ventajas fiscales a los más ricos, ellos invertirían en negocios productivos, crearían empleos y conducirían al desarrollo. La idea llegó a estas tierras por conducto de lo que se conoció como el “Consenso de Washington”: una serie de prescripciones para reducir el gasto público e incentivar a las empresas y los más ricos. Se suponía que tales acciones no sólo sacarían a Latinoamérica de la debacle de deuda e inflación que nos habían heredado los irresponsables años setenta, sino que además construirían una nueva prosperidad. El Banco Mundial se encargó de racionalizar con detalle esta lógica, que se tornó en condición de los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional. Resultados concretos fueron la severa austeridad fiscal y el recorte de instituciones públicas en nuestros gobiernos, desde el “ajuste estructural” de Cerezo, hasta la privatización extensa de Arzú.
Desafortunadamente, si bien las intervenciones consiguieron contener el gasto, balancear las cuentas y revertir la inflación, los resultados en desarrollo social no llegaron. El empleo no aumentó, las mejoras en servicios se concentraron en unos pocos, el hambre continuó, y se profundizó la desigualdad entre ricos y pobres que hoy es signo de nuestras peores debilidades.
En otras latitudes, el problema fue igual: el ajuste estructural balanceó las cuentas, pero no dio bienestar. Fue entonces que algunos se dieron cuenta que, si querían desarrollo a la par de unas finanzas sanas, tendrían que invertir en política social. Por ejemplo en México, Santiago Levy y sus colaboradores diseñaron Progresa (después Oportunidades), el exitoso programa de transferencias condicionadas que luego fuera copiado en Brasil y repetido en más de una decena de países en la región, finalmente incluso aquí. En Brasil y Colombia se ensayó la municipalización de los servicios. Hasta Chile, alumno ejemplar del “neoliberalismo” económico, expandió agresivamente sus servicios de educación y salud, así fuera bajo una lógica comercial.
Y aquí está la lección. Por supuesto que la política económica y la política social tienen vínculos mutuos. Si la economía crece, habrá más dinero para invertir en salud, educación o vivienda, por ejemplo. Igualmente, si educamos bien a más personas, ellas serán más productivas. Sin embargo, así como no le pediría a la política de salud que solucione los problemas de la banca central, tampoco es cierto que la inversión extranjera directa resuelva por sí misma los problemas del desarrollo social.
Atraer la inversión extranjera directa y esperar que, de forma automática y sin explicaciones, conduzca al bienestar para toda la sociedad, es tan iluso como poner un diente bajo la almohada y confiar que el ratón nos dejará un Quetzal. Acaso, es menos realista. Al menos los padres quieren lo mejor para la criatura que ilusionada esconde el diente por la noche, mientras que los inversionistas extranjeros están en sus negocios para sacar réditos para ellos mismos y nadie más.
Para que la riqueza producida por la inversión extranjera directa se convierta en desarrollo y bienestar, tendrá que quedar muy claro cómo se supone que haya de pasar eso. Combatir el hambre y la pobreza, atender la salud, dar educación, vivienda y empleo para los jóvenes, formar infraestructura sanitaria y cuidar el medio ambiente, por nombrar apenas algunos temas, nada de eso va a pasar por obra y gracia de la inversión extranjera directa.
Para que las inversiones en minería, hidroeléctricas, petróleo y nuevos productos agrícolas redunden en bienestar, primero debe haber licencias, regalías e impuestos que capturen para el Estado guatemalteco una parte razonable de la riqueza producida por esas inversiones. Luego, son necesarias políticas y programas sociales específicos, bien diseñados y administrados, que traduzcan esa riqueza en servicios públicos bien financiados, enfocados y efectivos. Confiar que la inversión extranjera directa por sí misma llevará al desarrollo social, eso es creer en cuentos de hadas.