El mercado es esclavo eficacísimo, pero amo infinitamente explotador.
Crecimos juntos la gente y el mercado. Habrá nacido el mercado cuando en el Paleolítico a un par de Homo se les ocurrió intercambiar lo que le sobraba a cada uno. Y no ha parado desde entonces.
Desde las tierras ecuatoriales hasta los polos helados, al migrar, con el mercado llenamos las propias necesidades más allá de lo inmediatamente disponible. Pasado el tiempo, las plazas donde trocábamos bienes se convirtieron en ciudades. Las rutas se tornaron puentes y carreteras, trenes y barcos para transportar las mercancías: sal del océano, harina del Levante, plata del Potosí, tecnología de California. Y sigue, que más pronto que tarde esas rutas serán también interplanetarias y llevarán agua de la Tierra a cambio de novedosas creaciones marcianas.
Para nosotros, habitantes del siglo XXI, renunciar al mercado es como rechazar la escritura: tan impráctico como indeseable. La vida sin mercado sería para nosotros la vida del depredador, del recolector que escarba lo que puede para terminar el día, incierto de lo que vendrá mañana. Si acaso habrá amanecer. Para la incontable mayoría, vivir sin mercado no sería la pausada existencia de los habitantes de la Amazonía. Sería más bien como la sangría permanente del posapocalipsis zombi, como The Walking Dead: matar para comer, matar para vivir, matar para amar, matar para tener cualquier cosa.
Sin embargo, crece la denuncia contra el mercado y con razón. ¿Cómo es posible? A la vez que creció nuestra civilización, creció nuestro mercado. Más aún, tanto como se complicó nuestra civilización se complicó también nuestro mercado. Ya no alcanzaba intercambiar el pescado del río por el grano del llano para que todos tuvieran de comer y variado. Tocó inventar el dinero: intercambiar trigo por dinero, dinero por pescado, pescado por monedas, monedas por harina. Sin darnos cuenta dejaron de valer el pescado por su peso y la harina por su volumen y empezaron a valer por el número de conchas, piedras, monedas, marcas en un papel o dígitos en una computadora con que los contábamos. Sin darnos cuenta, ya no valían el pescador que lanzaba la red y el agricultor que trabajaba la mies sino por los billetes que les asignaba el banquero.
Y así lo confundimos todo: mercado con capital, intercambio con dinero, utilidad con lucro. Paradójicamente, mientras el dinero maravilloso nos facilitaba conquistar la escasez y matar el hambre, el dinero malicioso nos conquistaba la vida entera: equivocamos emprendimiento con propiedad y eficiencia con avaricia, dejamos el mercado en manos de los contadores de conchas, piedras, monedas, marcas en papel y dígitos en la computadora. Que es como poner el negocio en manos del conserje nomás porque él tiene las llaves para abrir la tienda por la mañana.
Esa es la razón del rechazo. Esta la causa por abrazar. Porque el mercado es esclavo eficacísimo, pero amo infinitamente explotador. Dejamos que el mal genio escapara de la botella y no sabemos si será posible devolverlo, pero es lo que toca ensayar. Por casi cuatro décadas una casta de conserjes contadores de monedas —altas finanzas lo llaman— se hizo con el poder. Hoy dominan el mundo diciendo que la economía es el todo y la gente apenas la parte, que el management es mérito, no simple manipulación. ¡Y lo creemos! Los vendedores de baratijas atolondran —¡compra, compra!— y hacemos caso. Rogamos a los conserjes más números en la computadora, más crédito para comprar más baratijas. Y nos lo dan a cambio del alma. Endeudados, terminamos más desiguales, más infelices. Pero no les basta. Se envalentonan exigiendo austeridad y salarios miserables. Dicen que no hace falta gobernar el mercado, su mercado, sino más bien pagarles por hacer gobierno. Que la responsabilidad social empresarial, que la inversión enfocada en la misión, que vamos a contar mentiras, tralará lará.
Pero basta de mentiras porque ya sabemos lo que funciona, lo que construyó bienestar para muchos: una gente emprendedora, inconforme y contestataria; un mercado innovador pero estrechamente vigilado; una banca fragmentada que sirve, no manda; una política en la que el bienestar es valor y el pueblo decide. Así, poco a poco y con muchos reveses, se construyó en tres siglos la prosperidad de Occidente y más allá. Así, poco a poco y con muchos reveses, se distribuyó esa misma prosperidad en la entreguerra y hasta los complicados años 70. Porque el mercado es tanto del trabajo como del capital. Y por eso, poco a poco y con muchos reveses, toca reclamar el mercado que nos hará falta para vivir después de la magia del capital.