La juventud puede cambiar el pacto perverso

Mientras vivamos en sociedad necesitaremos pacto. Perverso, como hasta aquí, o democrático y equilibrado, reconociendo que donde ganan siempre los mismos, perdemos la mayoría.

Seguramente conoce aquella broma usada cuando nos preguntan sobre nuestro empleo: “ellos hacen como que me pagan, y yo hago como que trabajo”. Un pacto perverso, queriendo sin querer.

Igual nos ha pasado como sociedad. Desde la Colonia, especialmente desde 1871, construimos un pacto perverso. Las partes que se odiaban, de alguna forma también se necesitaban mutuamente. El trato no fue entre iguales, como no lo es en el empleo. Pero eso no quita la componenda, deliberada para algunos, forzada para otros.

El motor económico fue la producción del café. Lo concretó la conocida relación de minifundio y latifundio. La expropiación de tierras comunales, la criminalización del desempleo y la pobreza, y la venta forzada del trabajo empujaron a la masa de campesinos indígenas, ya sin tierra ni otras opciones, a emplearse en las grandes fincas. El latifundista quería la mano de obra; el campesino, aunque fuera ese mal arreglo para sobrevivir. La broma perversa de la Reforma Liberal fue ésta: ellos hacen como que nos emplean, y nosotros hacemos como que somos empleados.

Pero era una relación de servidumbre, y sólo podía acomodarse en la conciencia inventando razones, pues a nadie le gusta ser el malo del cuento, ni tampoco el tonto. Como sarro que crece sobre sí mismo, el racismo y el clasismo llenaron el vacío que reclamaba la moral: por un lado, justificando el expolio –eres pobre porque eres malo, eres malo porque eres indio– por el otro la resignación –aquí no se puede cambiar.

Explotar el café ha dejado de ser razón para explotar a la gente, pero la perversión cobró vida propia. Hoy construir prosperidad para todos exige pensar de otra forma. Pero 36 años de represión nos terminaron de pervertir, como un Mr. Hyde que se independiza del doctor Jekyll e inventa un mundo “patas arriba”: eres indio porque eres malo, eres malo porque eres pobre, y aquí hay que seguir igual.

En este contexto algunos empujan al pacto inicuo con camuflaje de modernidad, de modo que hay que tener cuidado. Es perverso, por ejemplo, exigir que se reniegue del propio idioma como condición para acceder a la prosperidad. Es perverso desligar el hambre de la pobreza que la engendra, y encima atribuirlo a la ignorancia del pobre al que se le niega la escuela. Más que perverso es insistir en pasar por fuerza la página del dolor de otro y encima criticarlo por reclamar justicia. Es perverso llamar correcto al camino que llevamos, si lo dice quien abrió la trocha que nos metió a este barranco.

Por fortuna hay jóvenes, cada vez más, que no aceptan el pacto perverso que firmaron sus abuelos y confirmaron sus padres. Como señaló Martín Rodríguez, están en todas partes. Rechazan el fatalismo anodino del oprimido, tanto como el clasismo racista del opresor. Pero no basta.

No basta, porque mientras vivamos en sociedad necesitaremos pacto. Puede ser perverso, como el que nos trajo hasta aquí, impuesto por unos y aceptado a regañadientes por otros; o puede ser democrático y equilibrado, reconociendo que donde ganan siempre los mismos, perdemos la mayoría.

El obvio problema es que las fuerzas no son parejas. Pocos, unidos y poderosos son quienes insisten en seguir igual. Muy fragmentados los jóvenes que buscan algo nuevo, cada uno innovando alegre en su propia batalla. De seguir así, uno por uno caerán en las redes de la historia, simples actualizaciones de sus antepasados.

Reconozcamos entonces que alcanzar la dignidad ciudadana para todos exige tender puentes. Puentes entre el joven artista “apolítico”, y el empresario juvenil que no financia el arte; entre el activista novel y la joven voluntaria que se enloda los zapatos en el campo pero no entra al fango político. Tendrán que convenir el promotor rural, que hoy finge que no existe una muralla de silencio en torno al homosexual indígena, con el universitario gay que habla de identidades pero se desentiende de la exclusión económica. Deberán los periodistas novatos crear más plazas, y muy públicas, para sus coetáneos.

Finalmente, tendrán los hijos de las élites que atreverse a salir del coto sofocante de su clase; ser revolucionarios para admitir en voz alta los errores de sus padres, y humildes para escuchar antes que hablar. Deberán buscar a sus iguales, que no están en La Cañada, en los hoteles o en las universidades privadas, sino en las barriadas, en la cocina de McDonald’s y en la protesta callejera. Los jóvenes, si han de ir en serio, tendrán que ir juntos.

Original en Plaza Pública

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