Jugarse el pellejo

Es una invitación a jugarse un poco el pellejo. Es una invitación a hacerse peatón de la vida nacional.

Zona 14, Ciudad de Guatemala. Todavía es un barrio elegante y el dinero está a la vista. Cada dos cuadras alguien se apura a derribar una casa antañona para construir un edificio reluciente.

Camino a una cita de mañana. Aunque es martes en hora de entrada al trabajo, somos muy pocos los dueños de la calle. Mi única compañía la hacen guardias privados apostados frente a alguna puerta y las empleadas de hogar, que aprovechan el paseo obligado del perro para escapar del sofoco doméstico.

¿Dónde están todos los demás? El día es espléndido, el tiempo fresco y dan ganas de agradecer la vida al aire libre. ¿Dónde están el jefe del guardia, la patrona que mima al perro? La respuesta es obvia, por supuesto, y es pura malicia preguntar.

Todos están encerrados, tras portones de hierro y murallas altas. Algunos pasan veloces en burbujas mecánicas, los vidrios cerrados de vidrio, cerrados de oscuro. Quizá adentro vayan jefe, patrona, guardia, empleada y perro, pero igual no los veo. Y es el miedo, el pavoroso miedo, que los tiene a todos enclaustrados. A pesar de los señores de chaleco, cada uno cargando una máquina capaz de quitarle a los malos un brazo o una pierna, no digamos ya la vida.

Los colegas que me ven llegar a pie no tardan en ensayar la conversación cajonera: «¿a pie te viniste? ¡Si aquí asaltan!» De nada sirve que sea ya medio siglo desde que Jane Jacobs, con más sentido común que algunas luminarias del urbanismo, señalara lo obvio: las calles son más seguras cuando hay más gente en ellas. Casi con orgullo me comenta una compañera: «aquí tenemos prohibido que el personal salga a pie a la calle». Como quien dice, tienen prohibido hacer más segura la calle.

Por supuesto, el tema no es mandar a la gente como ovejas al matadero, una por una a caminar por la calle más oscura que podamos encontrar. La invitación es a ponernos de acuerdo en poblar las calles. A llenarlas de gente que se anime a caminar, en vez de esconderse en sus carros y sus casas. Es abrir los negocios de cara a la calle. Es quitar las barreras para que la gente que hoy debe tomarse su cappuccino intramuros, pues de una vez que haga el favor de vigilar la calle viendo pasar la gente. Le aseguro, será más entretenido que ver crecer la hiedra que ha puesto el dueño para que usted no se percate de la pared de concreto. Y funciona. Vea nomás la Sexta Avenida en un sábado por la mañana. ¿O es que tampoco se anima a salir al Centro?

A pesar de todo, ¿qué tanto puede importar el caminar por la calle, como para que yo robe espacio en Plaza Pública y tiempo en su lectura? Importa, porque este pequeño ejercicio, el de retomar –o evitar– la calle, nos alecciona a todos, y en especial a las élites. Es una invitación a jugarse un poco el pellejo. Es una invitación a hacerse peatón de la vida nacional, a dejar el carro blindado del temor, ése que se justifica con un absurdo sentido de ser cosa aparte.

Así que la próxima vez que sus hijos quieran salir a escabullirse entre casa y carro, carro y fiesta, y de vuelta carro y casa, sin poner apenas pie en la vía pública, rételos a pensar por qué viven como ratas, que temen salir a caminar en el sol. Pregúntese usted cómo nos dejamos llegar hasta este punto, donde la gente más rica, en la zona más rica de la ciudad más rica del país, le tiene miedo a la calle.

Original en Plaza Pública

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