Ante la agresión centenaria se escoge el encierro propio. Pero es una estrategia perdedora.
Llenamos entre todos las páginas de opinión con enfrentamientos acerca del papel del Estado. Los libertarios lo quieren ínfimo. Los conservadores, dando garantías mínimas comerciales y morales. Los progresistas quisieran su inversión más activa en la sociedad. Y los socialistas, que controle con mano firme la economía.
Pero el qué y el cómo del Estado son apenas la mitad de la historia. Lo que muchos omiten —al menos en estas tierras— es el quién del Estado. ¿Para quién es? ¿De quién es Guatemala?
Allí la cosa se complica. O más bien se simplifica perversamente. Con demasiada frecuencia, libertario y socialista, progre y conservador quieren lo mismo: un Estado para los mestizos. Para ladinos y criollos, si quiere que deje más claro a quién me refiero. No hacen falta muchas luces para reconocer que Estado guatemalteco no es igual a Estado de los guatemaltecos. Aunque la Constitución en sus primeras líneas hable de «la persona y la familia» y de «los habitantes de la república», estos resultamos ser apenas un subconjunto de quienes nacen o viven en estas tierras. Para la población indígena, la exclusión del Estado es explícita o solapada, pero siempre real.
Estado es, sobre todo, lo que se vive de hecho. En Guatemala la experiencia cotidiana es profundamente distinta, tan solo en función de la identidad étnica. Desde que se nace, mientras se crece, al buscar trabajo, al enfermar o enfrentar la justicia y hasta en la muerte. No por elección propia, sino por efecto de personas e instituciones.
Quinientos años después de chocar españoles con indígenas, aquí los idiomas de muchos siguen testarudamente marginados, así muchísima gente los use todos los días todo el día. Sin presencia eficaz en el sistema educativo, sin producción editorial masiva, sin programación de TV, para el Estado los idiomas indígenas no pasan de ser una peculiaridad usada en campañas desganadas de extensión agrícola o de vacunación para llegarles a sus propios marginados. Y basta señalar esta obvia exclusión para precipitar arranques racistas de resistencia al multilingüismo. No extrañe incluso encontrarlos en los comentarios al pie de esta nota.
Valga otro ejemplo. Mucha gente aquí vive ya una justicia local propia y eficaz. Pero nomás su mención es suficiente para desencadenar airadas defensas del Estado mestizo y de su justicia injusta. Nunca la opción es admitir, perfeccionar e institucionalizar la diversidad que somos, nomás repetir el modelo de unos aplicado sobre otros. No interesan tanto la calidad de la educación y de la salud, la participación social o la jurisdicción indígena como mantener firmemente cerrada la puerta que excluye a tantos de nuestro Estado de pocos.
Pero hacen falta dos para el tango. Desde la Colonia, que nos segregó en pueblos de indios y pueblos de ladinos, desde los pactos de conquistadores con élites indígenas —yo mando a los míos y tú a los tuyos—, el poder español clavó una cuña que aún nos parte en dos, que creó la grieta que no cierra. Ante la exclusión racista, violenta y persistente del Estado mestizo, la sobrevivencia vino de la resistencia testaruda y firme, pero también excluyente.
Reportó la prensa hace poco que en los 48 cantones de Totonicapán se optaba, como medida de seguridad, por vedar el acceso libre y la radicación de los forasteros. Ante la agresión centenaria se escoge el encierro propio. La iniciativa se entiende ante la memoria aún fresca de una guerra genocida y la amenaza de la criminalidad. Pero es una estrategia perdedora. Ya lo muestra la historia de despojo secular de los indígenas en el Norte por el Gobierno de los Estados Unidos. Los registros de vecinos y de sus intenciones son una propuesta reactiva. Son una réplica en minúscula escala de la propuesta de Trump de registrar a los musulmanes en los Estados Unidos.
Hoy los jóvenes indígenas enfrentan un reto más ambicioso. Deben superar una disyuntiva. Pueden desentenderse del Estado que nunca sirvió a sus comunidades y sus familias, que sigue ignorándolos con vehemencia, salvo cuando quiere depredarlos o hacerles violencia. Pero pueden también apropiarse deliberadamente del Estado y hacer de él un instrumento de servicio común, una manifestación de acción colectiva para todos, no solo para los mestizos. Lo que pasó en 2015, la ruptura que desencadenó, no es simplemente un lío de caxlanes. Es también una oportunidad. Hoy los jóvenes mestizos se movilizan buscando justicia y oportunidad. Pero esta agenda pertenece también a los jóvenes indígenas que buscan superar la historia de la injusticia.