En una sociedad inclusiva, se restringe el poder de la élite por el balance de intereses entre sus facciones, o por una alianza social más amplia.
Genial chanza la de Quique Godoy esta semana: “Guatemala funciona con el hardware de la democracia, el software del autoritarismo y el virus del clientelismo popular y empresarial”.
Las ideas de Daron Acemoglu y James Robinson ayudan a entender esa peculiar combinación, que reúne formas electorales con contenidos oligárquicos y prácticas manipuladoras. Su ya popular “Por qué fracasan los países” hace una apuesta institucionalista para explicar por qué algunas naciones son ricas y otras pobres. Vale la pena recapitular sus argumentos.
Primero, confirman que la única fuente de crecimiento económico sostenido es el trabajo humano, y la innovación que trae consigo la “destrucción creativa”. Los recursos naturales, la geografía, el clima, son insumos. La creación sostenida de riqueza está en el ingenio de las personas.
Segundo, es la naturaleza de las instituciones políticas y económicas la que permite o evita esa innovación. En una sociedad extractiva, unos pocos capturan la riqueza producida por toda la sociedad. Esto hace a la élite conservadora, pues al cambiar la base de la riqueza, la innovación amenaza su ventaja. Podrá haber crecimiento, sólo mientras no amenace el statu quo. Cambiar gobiernos no significa democratizar, sino sustituir una élite parasitaria por otra. Igual extrae un régimen dictatorial de derecha que de izquierda, y por las mismas razones son férreamente conservadores.
Por el contrario, en una sociedad inclusiva, se restringe el poder de la élite, no por favor, sino por el balance de intereses entre sus facciones, o por una alianza social más amplia. Juan sin Tierra no tuvo más remedio que ceder ante los barones en 1215. Ubico no pudo sostenerse ante estudiantes, magisterio y clase media urbana en 1944.
Tercero, la historia de una sociedad concreta es una particular combinación de intención y accidente. La voluntad extractora de los conquistadores españoles se sumó al accidental desequilibrio de tecnologías bélicas; el propósito inclusivo de Árbenz se estrelló con el mal momento de la guerra fría. La historia se escribe cuando sucede.
Quizá el institucionalismo de Acemoglu y Robinson no lo explique todo, pero ayuda. Tanto, que Guatemala merece un apartado propio en su libro. Vivimos sumidos en un sistema de extracción. Una élite estrecha ha logrado persistir a base de capturar la mayoría de flujos de riqueza, limitando el ascenso predicado sobre la innovación, y cortando de raíz cualquier ensayo de balance de poder.
No hay, entonces, paradoja en la combinación de formas democráticas, contenido autoritario y operación clientelar que tan bien resume Godoy. El recambio electoral se limita a un concurso entre líderes venales que buscan controlar la extracción para sí o sus patrones. El autoritarismo anula la innovación de forma más o menos visible. Piense en la criminalización de la protesta, o la negativa a encontrar soluciones de fondo a la producción agraria. El clientelismo es la compra de lealtades en un sistema oligárquico: sirve para asegurar silencio y complicidad en los negocios y el poder.
Por supuesto, quienes salen bien aseguran: ¿cuál fracaso, amigo?, aquí la pasamos espléndidamente. Pero si hemos de creer a Acemoglu y Robinson, lo mejor que nos ha podido pasar es la resistencia a las minas. Las consultas comunitarias son quizá más valiosas que el retorno de las regalías de los metales y la electricidad. No porque las comunidades indígenas no tengan su propia lógica autoritaria, sino porque nos obligan al balance de instituciones políticas inclusivas. El riesgo es no acompañarlas con instituciones económicas igualmente inclusivas.
Debemos por esto abandonar la equivalencia infeliz entre “crítica” y “destrucción”. El problema no es criticar, sino escoger bien el objeto de crítica. Si es extractivo y excluyente, debemos denunciarlo. Reconozcamos entonces las batallas que urge librar.
La inclusión económica exige seguridad jurídica en la tenencia de los recursos. No el mañoso “garantizar la propiedad privada” de los más rapaces, sino el imperio de la ley, para que el más creativo goce la riqueza de su innovación. Por esto es tan importante el juicio a Ríos Montt, ¡entienda!
Es imperativa la democratización del capital, siendo más que obvia la urgencia de generalizar la educación de calidad como base de la primera riqueza que es la innovación, y la salud como protección del capital humano. Y sí, también la democratización del acceso al crédito.
Finalmente, es esencial el control del poder. Famosamente Jesús dijo que pobres siempre los tendríamos entre nosotros. Pero igual vale para los ricos. Siempre habrá poderosos. Lo importante es tener mecanismos para controlarlos, para reducirlos al orden.