Humo y espejos en la educación

Educación es tanto función de reproducción social y nacional, como individual. Lo que ocurre en el hogar no logra escapar de lo que pasa en las instituciones sociales y del Estado.

Hace una semana, Fritz Thomas publicó en Prensa Libre una columna que distingue entre “Estado educador” y “Estado que educa”. El argumento es errado y espurio.

El argumento yerra por partir de la separación de los artículos constitucionales 71 (Derecho a la educación), 73 (Libertad de educación y asistencia económica estatal) y 74 (Educación obligatoria), sin considerar que todos juntos y con el resto de la Constitución, mandan y explican la responsabilidad educativa del Estado.

Para ver cómo converge el articulado constitucional, ayuda especialmente el artículo 72 (Fines de la educación), curiosamente excluido de la columna. Según aquel, la educación “tiene como fin primordial el desarrollo integral de la persona humana, el conocimiento de la realidad y cultura nacional y universal”, calificada como de interés nacional.

En suma, educación es tanto función de reproducción social y nacional, como individual. Lo que ocurre en el hogar no logra escapar de lo que pasa en las instituciones sociales y del Estado. Desde que los humanos corrían por las sabanas de África, niños y niñas aprendieron reglas de convivencia, jerarquía y sobrevivencia de gente revestida de roles formales, sin ser sus parientes inmediatos: ancianos, chamanes y guerreros, todos agentes del poder que determinaban la reproducción ideológica y social.

En las sociedades de masas, con economías capitalistas diversificadas –y con más de 15 millones de habitantes seguramente calificamos para lo primero y quizá para lo segundo– la reproducción social, política y económica ocurre en instituciones fuera de la familia, tanto como en la familia misma.
Por ello, es espurio contraponer papel familiar y libertad de elección, con obligatoriedad de la educación. La Constitución manda al Estado garantizar los tres, dados los fines citados en el artículo 72. Cuando no lo hace, será un problema de debilidad o desatención, pero no un canje de derechos.
La referencia a un ensayo del economista James Buchanan –doctorado honoris causa por la Universidad Francisco Marroquín, huelga decir– solapa que incluso en una sociedad altamente descentralizada, como los EEUU, los poderosos mecanismos de reproducción ideológica homologan las decisiones, al punto que aun cuando muchos eligen individualmente, escogen lo mismo. Contraponer familia y escuela es una cortina de humo.

Thomas moviliza un argumento contra élites, que Buchanan llama paternalismo. Pero es una espada de dos filos: tanto vale la crítica a las élites socialistas/socializantes, como a las élites libertarias/liberalizantes, simplemente porque vale para cualquier élite. Visto así, nadie podría proponer formas nuevas de actuar sin ser acusado de elitista. En la práctica, construir políticas públicas efectivas resulta más eficaz con el método del ingeniero, enfocado en lo que funciona, que del ideólogo, desvelado en la sujeción a sus axiomas. Igual fracasan el socialista que el libertario, si la evidencia no les da razón. Hasta Buchanan reconoce que los modelos liberales incorporan lo que él llama socialismo distributivo –incluyendo la educación universal pública–, para abordar las limitaciones del mercado y atender la inequidad [1].

Cita el columnista al parentalismo, que Buchanan define como la actitud de personas que voluntariamente buscan que se les impongan valores de otros, achacando al socialismo del siglo 20 la creciente cesión de soberanía de los ciudadanos ante el Estado [2]. Pero ya Hobbes había reconocido el problema del Leviatán. El reto de la acción colectiva persiste aun sin ideología y a cualquier escala, exigiendo ceder poder a las instituciones políticas, aunque sea para vigilar los contratos de los libertarios. En adelante todo será asunto de grado –cuánto control cedemos– no de clase –ceder o no ceder.
En el contexto educativo, el término parental resulta irónico: ¿cuánta libertad tienen los hogares para escoger la educación de sus hijos, si la ideología que comparten ya los hizo ceder la decisión a otro actor privado? Al diagnóstico correcto del problema –la necesidad de mejorar el control del ciudadano sobre el sistema educativo– se sigue una prescripción inconsecuente: privatizar la escuela. La independencia de los colegios con respecto al Estado, y la indefensión de las familias ante las autoridades escolares privadas lo ilustran claramente.

¿Por qué poner esta extraña yuxtaposición, cuando no hacía falta al argumento? El propio columnista da la pista: “Al exigir que otros paguen por la educación de sus hijos, terminan [los ciudadanos] por exigir que el Estado los eduque por ellos”. El problema no es la injerencia Estatal en la educación o la pérdida de control por los padres. La roncha está en tener que pagar por la educación de otros. Por allí hubiéramos empezado.

Original en Plaza Pública


Notas
[1] Buchanan reconoce impuestos y transferencias como soluciones, siempre que respondan a un criterio de generalidad: que sean aplicables por igual a todos. Ve como reto a esta solución de «peor es nada» el que segmentos específicos de la sociedad procuren privilegios particulares como expansión de las transferencias que les benefician, y considera este un dilema para el siglo 21: ¿cómo resolver la tensión entre el interés de los particulares por recibir beneficios del Estado, y el deseo de limitar su propia carga impositiva? Pero en el ejemplo («Se reducirán las filas de los que se clasifican de forma explícita como dependientes del Estado-niñera, quizás sustancialmente» página 30, traducción mía) se intuye una mayor condena moral y práctica para el pobre que recibe transferencias, que para el rico que recibe exenciones. ¿Conveniente, no?

[2] Parte Buchanan –correctamente a mi juicio– de la continuidad entre religión y Estado como fuente de inmovilismo ciudadano, derivado del temor al poder. Pero desestima la posibilidad siempre presente de que el ciudadano ejerza control sobre el Estado democrático. Ésta es la diferencia entre dicha forma de organización y la incontestable autoridad y razón de los dioses (más sinceramente: de sus mediadores monárquicos o eclesiásticos). Pedir el retorno a un Estado de ciudadanía directa, una Venecia de los Dogos, es dar alas a una solución cuestionable para los masivos problemas del siglo 21, a menos que aceptemos una fragmentación muy alta y la consecuente amenaza de violencia diseminada. Peor aún, proporciona una excusa a los libertarios para ignorar sistemáticamente la realidad del poder y el control ejercidos en nombre de la libertad. Como tapa del pomo, Buchanan asigna a los economistas la «generosa» tarea de educar a los ciudadanos en lo que les conviene: un mercado perfecto (página 27). Con razón algunos han querido ver en él al emperador del imperialismo económico, aunque fuera una acusación injusta.
Las referencias son de: Buchanan, J. (2005). “Afraid to be Free: Dependency as Desideratum”. Public Choice 124:19-31. (http://www.scribd.com/doc/194451928/James-Buchanan-Miedo-a-Ser-Libre-Dependencia-Como-Desideratum)

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