Sirve poco imponer metas al Estado si no se dice quién pondrá los recursos. Comprometer a quien no tiene la plata o el poder para cumplir, es condenarlo por anticipado al fracaso.
Tres hermanos dispusieron celebrar el Día de la Madre. ¿Quién se puede oponer a esto? Pero entre ellos había de todo.
Juana, la mayor, no tenía ni plata ni carro. Llegar a cualquier reunión le resultaba un calvario, cuando acaso conseguía transporte. Pedro, comerciante por ocupación y obsesivo por personalidad, seguramente cumpliría, pero insistía en hacer todo a su modo. Fermín el menor, cariñoso y distraído, siempre decía que sí, ¡pero nunca cumplía! Así que por iniciativa de Pedro, pusieron el compromiso por escrito.
“Nosotros los hermanos, agradecidos por las bondades maternas y con piedad filial, acordamos celebrar el Día de la Madre. Nos comprometemos a que Mamá esté feliz en su día y a celebrar con un almuerzo. Nos comprometemos a que haya pastel. Veremos que esta fiesta se haga, y que todos cumplamos.” Siendo honestos, les había quedado un poco pomposo el texto, pero al menos se aseguraban de cumplir. Pedro firmó solo como “testigo” – ¡si yo soy el que siempre cumple, muchá! – fue su argumento irrebatible.
Llegado el día señalado la cosa resultó, digamos, un poco menos que ideal. Como de costumbre, Juana no encontró transporte, así que llegó a pie, casi dos horas tarde. Pedro ordenó el pastel en la tienda, chocolate como era su gusto, a pesar que la madre era alérgica. Como estaba demasiado ocupado, le pidió a ella que lo pasara a recoger. – No te preocupes, m’hijo – dijo la señora cuando le habló por teléfono, aunque con la artritis le costaría bastante.
Fermín era adoptado y añoraba conocer a su madre biológica. Estas fiestas lo ponían triste así que se dedicó a tomar desde temprano. Para medio día ya estaba bastante malito. Con todo, al fin se sentaron a la mesa, y entre charlas forzadas celebraron la fiesta. Apenas terminada la comida y un poco a la carrera se despidió Pedro. – El dinero nunca duerme, y Juana ya me atrasó – explicó, mientras su hermano comenzaba a roncar en el sofá.
Habiendo recogido ya los platos, las mujeres se disponían a lavarlos cuando Juana notó las lágrimas en las mejillas de su madre. – ¡Serán de felicidad! – pensó.
* * *
Confío, querida lectora, que me perdonará el melodrama, pero a veces las cosas son más obvias cuando les ponemos imágenes. Recién hemos visto a los buenos, a los grandes e incluso quizá a los no tan grandes de la nación sentarse a la mesa y firmar un Primer Acuerdo Nacional sobre Desarrollo Humano. Los fines impecables, como el Día de la Madre. ¿Quién podría pelearse con propósitos tan nobles como la educación, la nutrición y el desarrollo? Pero Dios está en los detalles, y el diablo también. Y es allí que nos sirve el melodrama de los tres hermanos. Porque resulta esencial tener buenos propósitos, e indispensable tener buenas razones. Como en el acuerdo suscrito, es imperativa la descripción de medios, y comprometerse a medir resultados. Pero cuando hablamos de políticas de Estado y con nuestra historia, necesitamos más que eso.
Necesitamos más, porque los compromisos amplios presuponen mecanismos de compulsión moral que pesen eficazmente sobre los signatarios, cuando aquí carecemos de ellos. Como el hermano borracho, vale poco la palabra de quien dice sí a todo, sabiendo que siempre podrá excusarse, o peor aún, ignorar el compromiso. Sirve poco imponer metas al Estado si no se dice quién pondrá los recursos. Como con Juana (que habría llegado puntual si Pedro la hubiera recogido en su carro), comprometer a quien no tiene la plata o el poder para cumplir, es condenarlo por anticipado al fracaso. Ignorar la desigualdad, dictar soluciones y asumir que el compromiso es igual para todos, es pedir que los débiles den el sí con los labios y el no con el corazón.
Esto, por supuesto, no significa rechazar el Acuerdo. Al contrario, urgen más mínimos comunes denominadores que nos comprometan con Guatemala. Porque cada uno sabemos lo que queremos, pero pocos estamos dispuestos a poner lo que toca –sacrificio, dinero y sobre todo concesiones– para conseguirlo.
Así que, si hemos de suscribir acuerdos nacionales, por favor, comencemos por poner el dedo en la llaga. Quién puede hacer qué, y con qué recursos. Sobre todo lo que le faltó a Pedro, lo que yo quisiera ver muy claro: no como testigos de honor, sino comprometiendo los recursos propios. Si quienes más tenemos exigimos que otros cumplan, ¿qué vamos a sacrificar para que lo puedan conseguir?