Entre Maduro y podrido

La maldición que impone el capitalismo es pensar que todo se puede comprar. Pero los más maldecidos resultan ser quienes piensan que basta con ponerse una camisa roja y parar el mundo para bajarse. Ni lo primero sirve ni lo segundo es posible.

Latinoamérica desanima al progre más entusiasta. El desastre en Venezuela y Lenín Moreno apenas agarrado del éxito electoral por un pelo en Ecuador dan para desesperanzar a cualquiera. ¿Acaso no hay izquierda que pueda ganar bien?

Pero el conservador enfrenta otro riesgo: caer en el triunfalismo. Queda demostrado —dirá— que solo el mercado y los líderes de derecha traen el éxito y el desarrollo. Desafortunadamente, la cosa nunca es tan sencilla. Darse por vencido sobre al papel del Estado en la protección social y en la redistribución de la riqueza es olvidar conquistas reales como el bienestar de los nórdicos, la mejora histórica en el trabajo fabril o el exitosísimo cuidado de la salud en Gran Bretaña o en Cuba (sí, esa).

Igualmente falla quien se ufana del mercado como solución única. Es un simplón que olvida la debacle global de 2008 o un cínico que ignora el continuo y silencioso molino de gente. Ignora esa máquina financiera que en nombre de la economía y de pagar los créditos causa cada vez más desigualdad y excluye más gente del bienestar, incluso en los países más ricos.

El problema es mayor que la comprobada pericia de Maduro para empobrecer venezolanos o que la dificultad de Moreno para ganar en Ecuador incluso con todo el apoyo de Correa y de su gobierno. El problema es que vivimos entre la espada y la pared, entre Maduro y podrido (de dinero). Por un lado, nos agotan las reiteradas traiciones de populismos que predican solidaridad, pero siembran división. Como en la Nicaragua de Ortega, la Venezuela de Maduro y los Estados Unidos de Trump. Por el otro, nos agrede un capitalismo financiero voraz, con su guardia pretoriana de intelectuales insensibles y gerentes rácanos. Llevan tres décadas repitiendo que solo el mercado salva mientras desmantelan 250 años de logros democráticos, arrasan con el medio ambiente y atropellan lo que no sea blanco, hombre y cristiano. Tanta traición y tanta agresión igual hacen perder la fe en la solidaridad laboral, en la cosa pública y en el emprendimiento. Entonces los dejamos en manos de gente que de sindicalista, política o emprendedora no tiene más que el nombre.

Hoy nuestro continente muestra, tanto al norte como al sur, los costos de apostar por visiones que administran sin dilución una fórmula mágica u otra. En Venezuela una banda de pillos con marca populista habla de solidaridad mientras carga con todo y atropella a quienes no piensan como ellos. Mientras tanto, en la Casa Blanca una banda de pillos con marca populista habla de recuperar la grandeza mientras… ¡Caramba! ¡Qué coincidencia!

Quizá toca leer a Wolfgang Streeck cuando subraya que el capitalismo no es un fenómeno natural, una economía de supuestas reglas objetivas. Es, ante todo, una economía política, que es decir una cultura y una matriz de relaciones sociales y políticas que se construyen. Por ello no cejan un solo momento ni la voraz expansión capitalista —crear nuevas necesidades, apropiarse de los bienes comunes, forzar un trabajo mal pagado— ni la necesidad de resistir que los mercaderes pongan precio a todo.

La maldición que impone el capitalismo es pensar que todo se puede comprar. Pero los más maldecidos resultan ser quienes piensan que basta con ponerse una camisa roja y parar el mundo para bajarse. Ni lo primero sirve ni lo segundo es posible. El reto que enfrentamos es la diferencia entre un desperfecto en el auto y un desperfecto en el avión: mientras con el auto basta detenerse por la vera para hacer la reparación, aquí estamos en pleno vuelo y cualquier remedio tendrá que hacerse mientras ruge el motor, así sea ponerse el paracaídas y rezar diez padrenuestros porque la cosa se cae.

Entendamos que la agenda urgente no es encontrar culpables en el otro bando. La agenda urgente es reconocer que lo que tenemos ya no da para más: nueve años van desde la crisis, y la economía global sigue sin arrancar. Apenas alcanza para seguir fabricando desempleados. Urgente es reconocer que la medida del éxito no la da el crecimiento de la acumulación, sino el bienestar de la gente. Mientras haya personas sin techo, sin escuela o sin atención de salud, sirve de poco presumir que haya alguien que acumula. Solo de la más franca heterodoxia —como combinar la renta básica universal con los mercados laborales flexibles— podrá salir algo irreconocible, algo nuevo. Pero para eso hay que abandonar las más caras lealtades: los antiguos se equivocaron.

Original en Plaza Pública

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