El llamado a una reforma constitucional ha sido constante durante este gobierno. Es evidente que el sistema político hace agua, y cada nueva crisis abre más las grietas.
Hace unos días, el Presidente volvió al tema. El fracaso en la selección de magistrados dio un argumento que parece incontestable: si se repite el proceso sin cambiar normas ni actores, el resultado será el mismo. Sin cambiar la Constitución, no evitaremos la indebida manipulación del proceso.
Hasta aquí suena bien. El problema es que antes también hemos hecho cambios. Introducir las Comisiones de Postulación ya era perseguir una mejor solución con respecto a los conflictos de interés y presiones que pesan sobre la administración de justicia. Pero bastaron tres décadas para pervertirlas, al punto que hasta parecieran peor que lo que había previamente.
Vale sacar una primera lección: en su formulación la Constitución no resuelve, tanto como consigna los acuerdos políticos de la sociedad. Si suponemos que el marco filosófico y político amplio está bien, las enmiendas puntuales tienen sentido. Con una casa grande, hacer ajustes en los muros ayudará a acomodar mejor una familia numerosa. Pero si la casa es chica, por más que bote las paredes interiores, igual quedará apretada la familia. Y si el techo está roto, ¿qué importa el tamaño de la casa o la familia? ¡Está lloviendo!
Nuestro problema no es de ajustes, sino de fondo. La Constitución de 1985 refleja, y muy bien, la distribución del poder en una sociedad excluyente y oligárquica. Recoge concesiones democráticas que buscaban distender las contradicciones que llevaron a la guerra, sin atentar contra los hábitos y las ventajas más arraigadas. Valgan como ejemplos la superficialidad del articulado sobre idiomas y culturas indígenas (“lenguas vernáculas”, dice), la concesión de autonomía y financiamiento universitario sin exigir desempeño académico, y una descentralización que dejó intactos los cacicazgos y clientelismos que históricamente han articulado poder central y local al margen de la ciudadanía.
Las reformas constitucionales de 1993, y particularmente el vergonzoso rechazo en 1999 a las reformas que daban cumplimiento a los Acuerdos de Paz, confirmaron el carácter condicional de las concesiones. Los últimos 18 años cuentan la historia del persistente esfuerzo de algunos por revertirlas definitivamente. Este gobierno triste es el capítulo más reciente.
Así, la segunda lección en materia de reformas es que, para nuestro caso, la necesidad mayor no es ajustar artículos para tapar baches, sino cuestionar, revisar y reformular el modelo de Estado que expresa nuestra visión sobre el balance de poder en la sociedad. El problema, por supuesto, es que una revisión constitucional no expresará una mejora, a menos que dicho balance esté cambiando de hecho en la sociedad. Reformar la Constitución sin cambiar el peso relativo del poder en la sociedad es una receta ociosa: es repetir lo que tenemos, a enorme costo.
La razón del fracaso de las Comisiones de Postulación radica más en los poderes movilizados en torno a ellas, que en sus debilidades procesales. Quienes antes tenían poder lo quisieron conservar con exclusividad, y así abrieron la puerta que hoy pervierte el proceso. Vea el contrario en la práctica: lo que hoy detuvo a los cocineros del bodrio indecente no fue un texto jurídico, sino la sangre que le hervía a algunas ciudadanas ejemplares (y sí, mujeres, ¡siempre mujeres!), hartas de tanta inmundicia.
Introducir reformas sustantivas exige primero que los que no tienen poder lo adquieran, y que quienes hoy lo detentan, lo cedan; no simplemente que concedan por gracia una porción, reservándose el derecho a recuperarla cuando les plazca. Esta no es tarea fácil, pues el poder no es un bien que suelta generosamente quien tiene la sartén por el mango.
Valga esto como tercera lección: cuando se es débil, el poder viene de organizar a los muchos. Quienes controlan a la sociedad solo ceden cuando la presión ciudadana no deja otra salida. Urge, sí, una reforma constitucional. Pero no basta la vistosa modificación promovida por los poderosos. La reforma exige emprender el camino difícil y prolongado de la movilización política ciudadana.
Algunos en particular debemos reconocer lo que exige la historia. No podrá ser timorato el reformista de élite, preocupado por el qué dirán ante sus congéneres, cuando debiera cuestionar en público su propio privilegio; no tendrá excusa el militar, por aceptar las prebendas vergonzosas; no bastará el aislacionismo del líder indígena, pendiente por la sobrevivencia de su pueblo ante el Estado ladino; ni bastará la indiferencia del clasemediero urbano, como si sobrevivir fuera excusa para desentenderse de la solidaridad.