El mito de la soberanía y el extrajero entrometido

Las privatizaciones y la explotación destructiva descansan firmemente en socios y testaferros que tienen en la billetera un DPI, no un pasaporte extranjero.

Con regularidad reaparece en los medios la exhortación a que “los extranjeros” no se inmiscuyan en los asuntos de los guatemaltecos. Dice el argumento que nos iría mejor si nos dejaran encontrar nuestra propia senda de desarrollo. Igualmente vemos el “crescendo” de la denuncia a las inversiones internacionales en el país, particularmente en recursos naturales no renovables.

Empiezo por aclarar que en este asunto no soy imparcial. Una buena parte de los últimos 16 años he trabajado con financiamiento de la cooperación internacional, tanto en Guatemala como en otros países. Así que seguro juzgo con benevolencia la presencia internacional, aunque también conozco sus falencias un poco más por dentro.

El argumento que pide excluir a los extranjeros de los asuntos nacionales tiene varios problemas. El primero es práctico: nadie es una isla, todos buscamos influir sobre los demás, como individuos, como naciones. Hasta los EEUU, rico y poderoso, se frustra ante la imposibilidad de abstraerse de la intromisión externa. Tanto Obama como Romney debaten sin éxito cómo reducir la influencia de la China sobre su país. Para los Estados pequeños y pobres, el asunto es cosa juzgada. La penetración internacional en nuestras finanzas, el comercio, la TV, el desarrollo social y la política ya está allí, aunque querramos patalear.

Más de fondo resulta preguntarnos si realmente haríamos mejor las cosas sin tales influencias. Hay poca razón para creerlo. La profunda desigualdad entre pobres y ricos ha garantizado que incluso ante la crítica del mundo escasamente nos mudemos. Unos pocos tienen todas las cartas, e insisten en no ver razones para cambiar el juego. ¿Qué nos hace pensar que sin presiones estarían más dispuestos a hacerlo?

Es evidente que la presencia internacional puede hacer muchísimo daño. Desde que los españoles llegaron a las costas centroamericanas, pasando por incontables misioneros católicos quemadores de códices, los ingleses que le robaban mercado a los tejidos de Xela en el siglo XIX, la insolente presencia del embajador Peurifoy y su maldita cauda de destrucción hace 60 años, hasta los 36 años de matanza inflamada por las ideologías de la Guerra Fría y los abusos mineros de hoy, todas son muestras de lo peor de la injerencia externa.

Pero, ¿sabe qué? Ninguno actuó solo, ninguno fue eficaz en sí mismo. Empecemos por admitir la realidad vergonzosa de las alianzas de los conquistadores con algunos pueblos para derrotar a otros, y los pactos de las élites indígenas con sus opresores coloniales. Fue la chambonería de los mercantilistas textileros de Occidente (bisabuelos de los poderosos de hoy) la mejor oportunidad para los británicos. Hasta la fecha, el norteamericano sigue encontrando la puerta abierta en la manía de la élite de ir corriendo a la Embajada cada vez que las cosas no van como quiere. Fue la cobardía de los oficiales la que prefiguró el resultado de la invasión en 1954. Lo que dio pábulo a las consignas de la Guerra Fría no fueron las M16 ni las AK-47, sino la alegre insistencia de tirios y troyanos en matar a sus hermanos. Las privatizaciones y la explotación destructiva descansan firmemente en socios y testaferros que tienen en la billetera un DPI, no un pasaporte extranjero.

Así que dejémonos de ñoñerías. La cooperación internacional, tanto como la inversión extranjera son inevitables, poderosas y potencialmente eficaces. Pero su signo depende de lo que querramos hacer con ellas, de la unidad y persistencia de nuestras intenciones. Cuando a un agente internacional bien orientado se une un guatemalteco que insiste en el interés nacional, en un marco de políticas y planes coherente, el esfuerzo puede agregar recursos valiosos y flexibles. Si un inversionista corrupto se topa con un vendepatrias, la cosa termina mal.

Para terminar, reconozcamos el incómodo asunto del dinero. No me refiero a los préstamos, que de todas formas son plata nuestra, solo que del futuro. En el caso de las donaciones, es fácil gritar: ¡no gracias!; como cierto columnista que disfruta periódicamente denunciando conspiraciones de cooperantes, nunca de inversionistas comerciales. Al ver los millones y millones que entran al año para agua, saneamiento, nutrición, salud, educación, justicia, policía y tantas otras causas sociales, hay que notar que algunas personas son bastante más recias para reclamar que para apechugar la responsabilidad por el desarrollo y la solidaridad. Siendo usted y yo de los que vivimos bien, ¿estamos dispuestos a pagar nuestra cuota para el beneficio de otros guatemaltecos, en vez de andar extendiendo la mano para que un europeo, un japonés o un norteamericano pague la factura de nuestra desigualdad? Dejemos ya de usar al “extranjero” como fantoche de un baile de gigantes, que lo único que busca es desviar la atención de nuestra propia irresponsabilidad y falta de compromiso financiero con la nación.

Original en Plaza Pública

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