Category: Plaza Pública

  • Mano dura: alguien me lo tiene que explicar

    La famosa “mano dura” ha sido un espléndido fracaso donde se ha ensayado.

    No sé a usted, pero a mí esa cuenta no me cuadra. No me cuadra por la entrada (más violencia, más poder arbitrario), no me cuadra por la salida (paz social sin justicia).

    Yo seré el primero en admitir que las arbitrariedades y anticonstitucionalismos de la (¿ex?) esposa del presidente pueden ser razones para un voto de castigo. Pero, ¿de eso a abrazar una propuesta irracional y, para más fastidio, ineficaz?

    Resulta que la famosa “mano dura” ha sido un espléndido fracaso donde se ha ensayado. El Salvador, Honduras, Colombia, Argentina, todos han tenido que dar marcha atrás, reconociendo que los costos de tal política son mayores, y sus beneficios mucho menores, de lo ofrecido.

    Bajo las políticas de “mano dura”, el incremento de autoridad ha degenerado en arbitrariedad y los más castigados han sido los más pobres, no los más culpables. Además, sin medidas que ofrezcan opciones de empleo y ocupación, particularmente a los jóvenes en riesgo de caer en delincuencia, las medidas represivas han resultado tener muy poco efecto disuasivo. Estados Unidos, madre patria de la mano dura, justo ahora vive una campaña de conciencia en su ciudad capital para reconocer esto: “5% de la población del mundo, pero 25% de las cárceles”, dice; y la cosa sigue igual.

    En Centroamérica estas políticas han priorizado la persecución de maras, que desafortunadamente sólo explican la parte menor del total de crímenes violentos en la región –no más del 13.4% de homicidios, según un reporte reciente (Crimen y Violencia en Centroamérica, página 16)–  y abren más la puerta a la arbitrariedad policial. En el peor de los casos, dan excusa para que el Ejército se inmiscuya de nuevo en asuntos de orden público, que para nada le corresponden. Este es un papel que cualquier militar digno debe rechazar.

    Así que no basta la persecución del crimen, si no se acompaña de medidas de fomento a la solidaridad, para que entre todos nos cuidemos; oportunidades educativas y de trabajo para que los jóvenes no vean la delincuencia como su única opción; y sobre todo la mejora del sistema judicial, para que la ley se aplique con justicia, eficazmente y con prontitud, en todos los casos en que se amerite.

    Si ha de haber mano, pues que sea justa. Mano justa que alcance a los narcos y a los asesinos, pero que alcance también a los grandes evasores de impuestos que dejan al Estado sin plata para contratar buenos policías, formarlos bien y pagarles salarios dignos. Mano justa también para los funcionarios que desfinancian la educación y no establecen políticas de fomento al empleo. Mano justa contra los candidatos –prácticamente todos– que se lanzaron a la campaña anticipada como si aquí no hubiera Ley Electoral, y sin ningún sentido de ejemplo cívico. Mano justa contra los jueces que dejan libre a tanto narco y dan pase de salida a criminales de cuello blanco en nombre de la falta de pruebas o los “quebrantos de salud”. Esto de los “quebrantos de salud” ya debiera estar tipificado en el Código Penal, de tanto que se cita.

    Yo también estoy harto de tanta violencia. Sin embargo, aunque aquí se haya demeritado aquello de combatir la violencia con inteligencia, hay que actuar con la cabeza, no dando coces. Desquitarse violentamente con algunos no es justicia, y un abuso no quita otro. Quisiera que algún candidato ofreciera una respuesta bien razonada a la violencia: con justicia, policía, educación, organización vecinal y oportunidades de trabajo. Siempre me queda la opción del voto nulo o el voto en blanco. Sin embargo, no votaré por el candidato con el martillo más grande, nomás porque es más grande, cuando lo que necesito es que me reparen el reloj.

    Original en Plaza Pública

  • El infarto

    Guatemala ha tenido un infarto agudo a su corazón social.
    Es un clásico: el padre de familia, 50 y pico años, exitoso. Un buen día llega la crisis. El dolor agudo de pecho, se desploma repentinamente. Sobrevive solo por gracia de la atención intensiva. Los gastos de hospital resultan una catástrofe familiar. ¿Cómo pudo pasar?, se pregunta acongojada la familia. Sin embargo, tomó años llegar allí. Años de comer chicharrones, años sin ejercicio, años de estrés.

    Guatemala ha tenido un infarto agudo a su corazón social. Veintisiete jornaleros muertos, mujeres y niños incluso, son el dolor de ese infarto. Entre todos nos preguntamos: ¿cómo pudo pasar? Las iniciativas no se han hecho esperar: el electroshock del Ejército, para poner coto al narcotráfico, el intensivo del Estado de Sitio en Petén. Las medidas de urgencia no son opcionales cuando el paciente agoniza.

    Sin embargo, ni el problema, ni las soluciones terminan allí. Treinta años de no pagar las primas del seguro que son los impuestos, 40 años de comer los chicharrones de la corrupción, 50 años de postergar el ejercicio de la participación, cien años del estrés de la injusticia… de allí vino este infarto.

    Por supuesto, quisiéramos que la historia fuera otra. El enfermo en el intensivo añora las oportunidades perdidas para salir a correr, pero eso es agua bajo el puente. El galeno de cara sombría y bata blanca le dirá: “De hoy en adelante, se acabaron los chicharrones”. ¿Hará caso el paciente?

    Dejemos la metáfora y vayamos a lo concreto. En el corto plazo toca el combate de la violencia “con inteligencia”, esa que no pasó de oferta con el Gobierno actual. Focalizar en los territorios más peligrosos, fortalecer la Policía, combinarla con buena investigación y con el enlace con la comunidad. Depurar el sistema de justicia de los malos jueces; llevar ante la justicia, procesar y condenar eficazmente a las cabezas del narco y sus viles protectores, donde quiera que estén.

    Usted y yo podemos hacer poco en esto, pues es materia de expertos. Pero lo nuestro es hacer presión: exigir hoy, cada día, al presidente, al ministerio de Gobernación, al Poder Judicial, a la Contraloría de Cuentas, a los diputados, alcaldes y concejos municipales, que expliquen en detalle qué están haciendo en esta materia y cómo lo está haciendo. Decida cómo va a hacer presión: una carta al editor, aunque sea.

    Sin embargo, en el largo plazo el asunto está completamente en manos suyas y mías. Usted y yo somos el enfermo al que le toca hacer ejercicio, cambiar de hábitos, dejar la comida grasosa. Volvamos a lo concreto.

    Para empezar, el largo plazo está en la educación, para que entendamos por qué estamos como estamos. Para que no haya una sola persona que tenga que buscar empleo con un narco, que no vea las señas del riesgo, porque no sabe leer. Para que los empleados públicos sean eficaces, no analfabetas funcionales. El largo plazo está en la equidad: mientras haya guatemaltecos que no gocen de un mínimo de salud y nutrición, y muy pocos de vivienda digna, la casa del narco seguirá siendo una aspiración legítima. El largo plazo está en la productividad, la creación de puestos de trabajo y la diversificación de la economía: para que ningún guatemalteco tenga que ver el menudeo de drogas como negocio, para que a ningún joven le quede la vagancia como único futuro.

    Entendamos de una vez: el largo plazo se tiene que construir con el Gobierno, pero no hay Gobierno que lo pueda hacer solo y sin recursos. Así que dejemos de destruir el Estado guatemalteco en nombre de combatir al enemigo político, de sostener ideologías egoístas o de pensar que mandatario es sinónimo de mandamás. Es una vergüenza que, mientras se ampliaba el programa más exitoso que tenemos de reducción a la inequidad social —sí, Mi Familia Progresa, aunque no le guste— muchos denunciaran que era fomento a la mendicidad. Es una vergüenza que, mientras el aparato público hace agua por todos lados, el Cacif cierra más el puño y saca a bailar el fantoche de los valores del pasado. ¿Para qué queremos esos supuestos valores, si nos trajeron a donde estamos? Es una vergüenza también que mientras dos diputadas pedían transparencia en Mi Familia Progresa, cada vez más las autoridades no electas se negaba a dar la información pública. Les debería dar vergüenza, nos debería dar vergüenza.

    Así que a hacer reforma. Como diría Ghandi: debemos ser el cambio que queremos ver en el mundo. Reforma civil, que significa involucrarnos con nuestra comunidad. Significa exigir que aquellos que dicen representarnos como sociedad civil —desde la oligarquía del Cacif, pasando por los petit comités de los sindicatos, las ONG y hasta el comité de barrio, la asociación parroquial y la junta directiva del condominio— rindan cuentas a sus representados.

    Reforma política, que significa cambiar la Ley Electoral y de Partidos Políticos para quebrarle el lomo a la élite endogámica de las organizaciones partidarias. Esos que cambian de silla cada cuatro años, pero todo sigue igual. Sobre todo, reforma política que significa que usted y yo nos mojemos el trasero en el activismo político, no para juntar cuatro gatos y meter un partido/empresa electoral en estas elecciones, sino para los siguientes 20 años.

    Reforma de la administración pública, en primera instancia de la Ley de Servicio Civil, para contratar empleados públicos con salarios dignos y calificaciones apropiadas. Reforma del empleo de los maestros y maestras, para tener a los mejores, reconocer su dignidad y exigirles resultados. Reforma para que usted y yo dejemos de espantar a nuestros hijos que pudieran aspirar a ser empleados o funcionarios públicos. Reforma para que toda la información pública esté disponible sin excusas, sin razones de Estado, que no las hay.

    Reforma social, que significa sobre todo educación y salud para todos y todas. Educación con la que todos los niños y niñas no simplemente vayan a la escuela, sino que aprendan a leer, escribir y contar bien en su propio idioma. Salud en que los ingresos personales no determinen la oportunidad de recibir una atención digna y eficaz. Reforma que empieza con los más necesitados, pero que llega y compromete a todos.

    Reforma económica, que reconoce que la inversión grande, de infraestructura, solo la puede hacer el Estado y que la debe hacer para todos, no sólo para sus amigos y para los más ricos. Reforma económica que incentiva la creatividad y la innovación, y castiga severamente al monopolista y al tramposo.

    Finalmente, la tapa del pomo: reforma fiscal, que es reconocer que alguien tiene que pagar la cuenta, que el buen gobierno no se hace con cascaritas de huevo huero. Reforma fiscal que cobra más a los que más tenemos —así es, no mire para otro lado— y da más a los que más necesitan.

    Usted decide: taparse la boca en señal de horror, arquear las cejas y golpearse el pecho ante lo que ha pasado en Petén o reconocer que para que Guatemala mejore muchas cosas van a tener que cambiar. Y cambiar ya, empezando con usted y conmigo.

    Original en Plaza Pública

  • ¿Dónde están los empresarios de izquierda?

    ¿No será que los últimos reprimidos, los más reprimidos, resultaron ser los ricos?
    En 1821, año de la independencia de Guatemala, un grupo de prósperos textileros de Mánchester fundó el periódico Manchester Guardian. De persuasión no-conformista, cuestionaban por igual el privilegio de la nobleza y la ascendencia de la iglesia oficial. Con el tiempo ese periódico se transformaría en el Guardian, prestigioso diario británico que a la fecha se decanta por el centroizquierda.
    George Peabody, comerciante de algodón y banquero estadounidense, es el padre decimonónico de la filantropía moderna. Tanto en Londres como en su tierra natal, dedicó una fortuna considerable a la educación, a dar oportunidades de trabajo y vivienda digna para los “pobres meritorios”.

    Dos siglos antes, sir John Cass, mercader y político, estableció un colegio y dejó en su testamento dineros que luego financiarían la poderosa fundación Sir John Cass, que en el Reino Unido sostiene aún hoy extensos programas educativos para niños y jóvenes en algunos de los barrios más pobres de Londres.

    George Owen, empresario y gerente textilero, fundó y lideró el movimiento socialista y también el movimiento cooperativista. Ya mayor se internaría cada vez más en el espiritismo, pero poseía una saludable sospecha de las religiones, atribuyéndoles responsabilidades por la hipocresía y fanatismo en que vivían muchos de sus contemporáneos.

    Friedrich Engels es el más clásico ejemplar de empresario de izquierda. Alemán de origen, pasó una parte considerable de su tiempo en Mánchester, cuidando los negocios familiares —eran fabricantes de hilos— pero a la vez financiando las investigaciones de Karl Marx. Incluso, editó los volúmenes 2 y 3 de El Capital luego de la muerte del padre del comunismo.

    Más recientemente Bill Gates y Warren Buffet, ambos capitanes de empresa y dueños de fortunas descomunales, han dirigido su dinero y energías al interés social, a los pobres y las causas progresivas, cuando no utópicas. Sobre todo Buffet, al igual que el financista George Soros, no teme en mostrar claramente sus simpatías con los demócratas en Estados Unidos, que pasan por izquierda en ese país.

    Pongo todos estos ejemplos a modo de contraste, para preguntar: ¿dónde están los casos visibles de empresarios de izquierda en Guatemala? Aunque con plata, ¿anarquistas, comunistas, socialistas, liberales de viejo cuño? Vaya pues, aunque sea, “progresivos” o socialcristianos. ¿Por qué no hay un solo empresario, un solo miembro de la élite económica del país, que se anime a romper filas en público y con una propuesta concreta, ante la línea dura de derecha que representa el Cacif?

    Cuando converso con gente pobre, encuentro algunos que sostienen ideas que calificaría de neofascistas, así como otros que tienen muy claras sus categorías marxistas. Igual en la clase media y entre la “intelectualidad urbana”: algunos denotan sus persuasiones de derecha y critican lo que ven como políticas de izquierda en el gobierno de la UNE; mientras tanto, 15 años después del fin de la guerra, otros ya con igual orgullo apuntan al bando rojo, solidarizándose con las manifestaciones magisteriales y en contra de los desalojos de campesinos.

    Sin embargo, entre la élite, ni uno solo. O se pronuncian anti-Estado, antifiscales, pro laissez-faire, pro mercado, pro autoridad, o nada, ni una palabra. Me pregunto si los 36 años de guerra no sirvieron un propósito más perverso y más sutil que el de reprimir al “pueblo”. Al fin, la gente de abajo que le apuesta a la izquierda igual sigue saliendo a la calle, aunque sea para (mal)decorar la sexta avenida a punta de aerosol y a reclamar la tierra que nunca recibe. ¿No será que los últimos reprimidos, los más reprimidos, resultaron ser los ricos? Estos que, pudiendo desembarazarse de las penas que supone buscar el sustento diario, porque tienen con qué sobrevivir, no se atreven a pensar distinto.

    El resultado neto es que, cuando un guatemalteco tira para la izquierda, sus ejemplos históricos están en la guerrilla, sus líderes intelectuales están muertos, y los únicos espacios de práctica que le quedan, o se realizan en la anarquía relativa de la calle o se reducen a iniciativas de inspiración eclesiástica.

    ¿Habrá entre los hijos del café, la cerveza, el cemento, los supermercados, quizá del azúcar, el ganado o la maquila, un heredero de Engels o de Owen que se atreva a decir: “Soy del capital, pero le apuesto al trabajo”? ¿Será que hay alguno, menos tímido, menos timorato, menos apocado, que no le preocupe poner en riesgo su acceso al club social, la junta de accionistas o la presidencia del Cacif? ¿Habrá alguno más atrevido y ocurrente, que no sienta que tiene que rendir pleitesía y repetir la doctrina de su clase, aunque sea nomás por molestar a sus congéneres y mostrar que me equivoco?

    Original en Plaza Pública

  • No hay que jugar al tonto

    No se puede construir una sociedad política, ni una economía moderna, sobre el principio de estrangular al Estado.
    A raíz del activismo fiscal del embajador alemán, que anda promoviendo que los guatemaltecos paguemos más impuestos, un autor publicó en Prensa Libre una nota quejándose de que “la ‘comunidad internacional’ ha de creer que ‘pagando la marimba tiene derecho a pedir las canciones’”.

    Alega que los ingresos fiscales de Guatemala se han quintuplicado de 1995 a la fecha, aunque concede que en términos reales solo han crecido al doble por la inflación. Descontando la necesidad de más recursos fiscales, subraya que lo importante es el derroche y la mala calidad del gasto público que hace el Gobierno.

    Continúa señalando que Alemania es desarrollada por la productividad de su gente, no por el tamaño del Gobierno. De nuevo, concede que un Gobierno que funciona “razonablemente bien” ayuda también. Remata el columnista señalando al embajador que comete un error si piensa que más impuestos son más desarrollo.

    Examinemos un poco más despacio los argumentos. Aunque la columna a la que me refiero es de “opinión”, esto difícilmente justifica decir cualquier cosa para llegar a una conclusión forzada.

    Tomemos en primer lugar el argumento del que paga la marimba. Sería muy lindo pensar que los alemanes nos dan asistencia nomás porque la plata se les cae de la bolsa y les sobra corazón. Sin embargo, lo hacen porque conviene a sus fines. Ellos no tienen ninguna obligación de dar cooperación a Guatemala, sobre todo cuando los que podemos pagar en el propio país nos negamos a asumir el compromiso. El que paga la marimba, de hecho, tiene el poder de pedir la canción. Si no nos gusta la canción que pide, lo que toca es poner la plata y pagarla nosotros, no simplemente quejarnos.

    Luego está el tema del tamaño y papel del Estado en el desarrollo alemán. Alemania tiene una larga historia, en su mayoría como un disperso conjunto de reinos y “ciudades-Estado”, cada uno haciendo lo propio. No es sino hasta 1871 que se concreta la unidad nacional. La revolución industrial, que llegó tarde a Alemania, el sorprendente desarrollo (crecimiento y también bienestar) y la misma unidad política se concretaron precisamente bajo el control del Estado pruso y su icónico canciller Bismark. Guste o no, el financiamiento y la dirección de la industrialización vino de arriba, como también lo hizo la expansión acelerada de la seguridad social en la segunda mitad del siglo 19. Otro tanto vale para el boom de la postguerra en los años 50: la “economía social de mercado” buscaba un Estado fuerte que evitara los monopolios, incluso los estatales. De forma más sucinta lo dice el reporte sobre estrategias para el crecimiento sostenido y el desarrollo inclusivo de la Comisión de Crecimiento y Desarrollo: “Ningún país ha sostenido el crecimiento rápido sin sostener también tasas impresionantes de inversión pública” (página 5).

    Por supuesto que la base del crecimiento era la riqueza y la productividad de las personas, que para entonces ya eran educadas, pero eso no permite ignorar que, además de buey y carreta, también había arriero. Baste un caso para ilustrarlo. En 1892 Hamburgo experimentó la última epidemia de cólera en Europa. Como una de las últimas ciudades libres imperiales, heredera de la Liga Hanseática, se regía a sí misma bajo normas mercantilistas. Los insignes capitanes de la empresa guatemalteca se habrían sentido más que a gusto allí. Los comerciantes que controlaban el ayuntamiento se negaban a clorar el agua bajo el argumento libertario de que ese era problema de cada persona en lo particular. Bismark, ni lerdo ni perezoso, aprovechó la crisis para quitarlos del poder e incorporar Hamburgo a la federación. Cloró el agua y se acabó la epidemia. Alemania tuvo, y continúa teniendo, un Estado fuerte. No se puede construir una sociedad política, ni una economía moderna, sobre el principio de estrangular al Estado. Solo para empezar, lo deja sin salarios para atraer y contratar personal capaz, no digamos ya sin recursos para invertir. ¿De dónde se supone que salga ese Gobierno “razonablemente” bueno?

    Volvamos, sin embargo, al tema de los “enormes” ingresos fiscales, porque este caballito, ya tan cansado, lo han puesto a dar otra vuelta más. Dice el autor que los ingresos se han duplicado desde 1995, tomando en cuenta la inflación. Convenientemente, olvida lo que cualquiera que ha tenido que mantener un hogar conoce de sobra: no basta saber los ingresos, si no se considera para cuántos tienen que alcanzar. En el mismo período (1995 a 2010), la población de Guatemala creció de 9.3 millones a 14.4 millones de personas. Ya nos fregamos. Esos ingresos, que en 1995 se recaudaban a razón de Q724.50 por persona (y obviamente debían alcanzar al mismo ritmo en promedio), ahora han subido, pero apenas a Q1,173.80 por persona (en los mismos quetzalitos constantes que usa el autor comentado). Pero esto es como las ventas por televisión: espere, aún hay más.

    Mientras el monto de los ingresos fiscales se duplicó, y la población creció por poco más de la mitad, la economía guatemalteca pasó de Q77 mil millones a Q334 mil millones, es decir, creció 4.3 veces. Ahora somos más, y juntos pagamos más. Sin embargo, como proporción de lo que producimos (el Producto Interno Bruto o PIB), la contribución al fisco apenas ha crecido un quinto: 8.7% a 10.4% del PIB. Es como un hombre que recibe un aumento de sueldo, pero sigue dando la misma magra mesada a la esposa para el gasto familiar. A esto agregue que el crecimiento de la economía nos lo comemos los de arriba, y la cosa comienza a dar vergüenza.

    Pero bueno, estas no son cosas para usted y para mí. Mejor las saben los economistas, especialmente aquellos que se dedican a las decanaturas académicas. En medio de todo, debo estar de acuerdo con el columnista en algo: “qué rico es” dice, “cuando no se tiene que vivir con las consecuencias de las equivocadas políticas públicas que irresponsablemente se promueven”. Exacto, qué rico es cuando se tiene suficiente dinero para pagar guardia privado, alambre espigado y talanquera, porque los policías nacionales viven en harapos. Qué rico es tener carro para no rifarse el físico en la camioneta. Qué rico es tener para pagar el colegio privado, para no tener que recibir una mala educación, y poner a los hijos en la empresa en vez de mandarlos de maestros de primaria rural. Me consta, y le consta a él también.

    Entonces, necesitamos que crezca la economía, por supuesto. Pero el problema no está en la crítica del embajador de los alemanes, que ponen plata para mantener nuestro Estado enclenque. La vergüenza real está en que quienes podemos vivir al margen de las ventajas y debilidades del Estado, asumamos que ello nos exime de asegurar las ventajas para todos y meter el hombro para resolver las debilidades que afectan a otros, ¡y encima queramos señalar a otros tratando de esconder el problema! El problema está en distraer con un petate de muerto transatlántico y con unos ingresos fiscales que no existen, cuando la culpa y la vergüenza están aquí nomás.

    (Un especial agradecimiento a Jonathan Menkos por facilitarme los números. La interpretación, por supuesto, es mía.)

    Original en Plaza Pública

  • Pragmatismo y valentía

    El 21 de marzo Hugo Maul tildó de “recetas mágicas” a las políticas de inversión social y combate de la pobreza en una variedad de países latinoamericanos. Cito: “Este nuevo consenso, que podría caracterizarse como un ‘fundamentalismo de las Transferencias Monetarias Condicionadas’, parece no darle mayor importancia a la conducción prudente de la macroeconomía”. Poco más tarde, Álvaro Velázquez cuestionó a Maul, destacando la necesidad de complementar crecimiento económico con inversión social.

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  • El mejor momento para sembrar un árbol

    Empieza un proverbio chino diciendo que el mejor momento para sembrar un árbol es hace veinte años. Nunca más apropiado el adagio que en nuestro caso, con las elecciones generales ya a la vista. Todos despotricamos acerca de la mala calidad de los candidatos, la poca acción cívica de los ciudadanos y la debilidad de las instituciones.

    Sin embargo, estas no son cosas que aparecieron repentinamente en los últimos cinco minutos. Tomó mucho tiempo, bastante desidia y algo de mala fe llegar a donde estamos.

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  • Menos ruido y más nueces

    Mi Familia Progresa ha sido la iniciativa del gobierno criticada de forma más estridente. Mientras que ante al problema de la violencia las quejas se han centrado en la poca eficacia del gobierno, en el caso de Mi Familia Progresa paradójicamente los reproches se fijan en lo que sí se hace. Un reproche importante se ha vertido sobre los valores que ello representa.

    El éxito de los programas de transferencias monetarias condicionadas está ligado a la calidad de los servicios a los que asisten los beneficiarios.

    Esto no es banal. En una sociedad donde lo usual es la ineficacia gubernamental, aquí tenemos el caso contrario: aunque están pasando cosas, la crítica no cesa.

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